De nuevo en Buenos Aires. Un poco triste porque terminó el tiempo de descanso, porque allá ahora es lo desconocido, y regresar implica volver a lo mismo, la rutina.
Me pregunto si los vecinos me escuchan. Lo mismo de lo mismo, el encierro de este departamento.
Recién lo vi a Galo, el chico que vino el día que me iba de viaje.
Pero esta es mi ciudad, es la ciudad en la que paso los días, donde hago base; por ahora, siempre digo por ahora. Me duele verla empobrecida, pero es la ciudad donde he podido tener, hacer una vida. Entonces vuelvo al mismo dilema, si buscar un empleo, si intentar escalar en este, si “hacer la plancha”, como dicen acá. Es decir, trabajar poco.
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Dormí profundo, es verano en Buenos Aires, y desperté más temprano de lo que hubiera querido.
Debo llevar a reparar la valija, porque volvió sin una rueda. Prefiero hacerlo ahora y no más adelante.
En el verano es todo luz aquí. Creo que el viaje me sirvió para mirar desde una perspectiva diferente la cotidianidad en Buenos Aires. Uno, con el paso del tiempo, se termina acostumbrando a cosas de las que es bueno salir por momentos.
La ciudad y sus indigentes. El edificio y sus ruidos constantes, molestos; el ascensor, la vecina que tira la puerta.
La erección del moreno en el vuelo hacia Santiago (porque hice escala en Santiago). La erección del chico que dormía en el piso en el aeropuerto en Santiago. Y yo tan atento a la entrepierna de los varones. Luego, el argentino que se sentó al lado mío en el vuelo de Santiago a Buenos Aires. Iba con otros chicos, eran “tinchos”. A ese no le vi nada. Sé que eran médicos, porque hablaban de que no sé quién había elegido cardiología. El chico iba al lado mío -yo en la ventana-, él en el medio, se quedó dormido. Disfruté dormitar junto a él, disfruté mirarlo por un microsegundo, solo un instante, no fuera a ser que se despertara y me agarrara viendo cómo dormía. Vi sus brazos también, peludos, quise olerlo, pasear mi nariz, mi rostro por sus brazos velludos.
Aprender de nuevo a estar solo.
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Salí a trabajar desde un café. Caminé por Corrientes. Sí, es una ciudad empobrecida. Pero es una ciudad linda. Ya tendré oportunidad de salir de nuevo, y será pronto, lo intuyo.
Debo tener cuidado con los gastos. Vivo haciendo cuentas.
Vine a casa, respondí un correo del trabajo. Están medio hostiles las cosas ahí. Qué más da.
Venía pensando en el taxista que me llevó a la librería a comprar el libro para mamá, y que luego me trajo; el taxista preguntó que de dónde era yo; entonces le dije que de allí (de Macondo), pero que vivía aquí (en Argentina), y que el acento me cambiaba inconscientemente. El taxista dijo que su hermana quería venirse para acá, para Argentina.
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Aún estoy cansado. Es casi mediodía, pero ayer salí a correr y he quedado agotado. Además, los temas en el trabajo me causan mucho estrés. Intentar ser asertivo, y conseguir esas reunionsitas (es supuestamente un poco más que eso, pero yo lo siento como poca cosa, poca cosa que tiene su dificultad, o que involucra una gran cantidad de tiempo).
Las cuentas, la vida en general que se me va sobreviviendo, sin saber bien hacia dónde apuntar. Leeré los objetivos del año. Estableceré una especie de plan para llevar a cabo lo que quiero. Aunque las cuentas y la economía argentina parezcan amenazar toda idea de salir del país, visitar Europa.
Fui a la reunión del programa de 12 pasos. Fue bueno haber ido. No sé cada cuánto iré, es bueno saber que estoy pendiente de mi adicción. Poco a poco iré resolviendo.
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Duermo cansado, así que duermo profundo.
Pienso en corregir ese cuento sobre el hombre gay que vuelve a su casa, a su pueblo. Había llegado a alguien con quien corregirlo, pero cerré las pestañas, y ahora no lo encuentro. Encuentro a otro que no me convence.
Pienso en seguir escribiendo ese cuento inspirado en ‘Nadar de noche’. Pienso en que no tengo apuro. Pienso en si en el cuento que publicarán en la página francesa se malinterpretará ese texto en el que una chica dice que ya es mujer; con toda la corrección política que hay, temo crear polémica, temo el desprecio de conocidos.
Febrero tiene algo de especial porque es el mes en el que llegué a Buenos Aires.
Entrar a ese chat maldito, una vez más, hablar con el que sospecho es el adventista y confirmar que es él. Masturbarme después. Pensar en delatar -¿es delatar la palabra?-, al gerentito venezolano que hace mal su trabajo, pero hay algo de mí que me dice que no es ético callar más este tipo de casos en los que por falta u omisión la compañía deja de ganar negocios.
Qué lindo el cajero del Día, pareciera que se rasura los brazos, pareciera que es heterosexual, ¿y qué carajos me lleva a pensar que un hombre podría dar sosiego a estos instantes de soledad?
Tal vez no soy el gran talento que pretendía o que quise ser; tal vez algunas decisiones no ayudaron; siempre dudo de haber ido a Bogotá ni bien salí del colegio, de haber venido a Buenos Aires después.
Tal vez aún no sea mi momento; tal vez deba dejar de importarme buscar mi momento.
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Siento algo parecido a lo que sentía hace un tiempo, cuando estaba en el trabajo anterior, que se me iba la vida en cosas que no tienen valor alguno, que no exploto mis talentos, que es demasiado difícil todo.
Ayer uno de mis medio hermanos publicó una cosa sobre que la obsesión vence al talento. Me descubro sin fuerzas. Tal vez sea solo hoy. Tal vez solo sea necesario llorar, percibir el miedo, atravesar toda esta vulnerabilidad de la que por momentos me jacto, tal vez solo sea cuestión de resistir. O tal vez no, tal vez no haya nada más, tal vez la paz mental -más fácil decirlo que hacerlo-, llegue al entender que no hay propósito que sea lo suficientemente valioso para perder esa tranquilidad.
Me pregunto si buscar trabajo, porque este lugar es un absoluto desastre. Pero no hay nada ahí afuera que parezca interesante. Ahí, en ese mundillo corporativo, quiero decir. No hay nada que llame mi atención.
Creo que el malestar me está llevando a tomar una decisión: ausentarme de la ciudad. ¿Es lo que conviene, pensar en lo inmediato?
Qué mal humor. No solo por el trabajo, y la frustración que me genera todo eso ahí (supongo que le prestaré menos atención en las próximas semanas), si no la frustración de no vivir de lo que quiero, de tener que trabajar, y de los pasos de la asquerosa de arriba.
¿Qué será de mí? No quiero hacer nada más. Estoy agotado.
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Pensaba escribir sobre disfrutar los pocos minutos de tranquilidad antes que la ordinaria del piso de arriba empezara a hacer sus ruidos molestos, pero ya empezó con sus pasos de mamut.
La dueña cobra las expensas extraordinarias. En el grupo en Instagram con las mujeres del trabajo anterior, una no respondió por más que la arrobé, ha de tener el grupo silenciado o archivado -o cómo se diga-. El reflexólogo no hizo fuerza en la parte que yo quería; el masaje, no obstante, fue bastante relajante -aunque rime-. La indigencia en Buenos Aires, y cómo afea la ciudad, cómo agrava la sensación de miseria.
Aprender de nuevo a estar solo. Y que sé que aprendí la lección cuando la vida me presenta la misma situación y respondo diferente.
Me pregunto qué será de mí, con esta ambición; hoy pienso en crecer económicamente; me respondo de inmediato que debo disfrutar las pequeñas cosas de la vida.
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Pertenecer al primer mundo, formarme en esas escuelas, entrar a esos círculos, viajar por el mundo, y los costos que hubiera tenido, no económicos, lo que hubiese tenido que hacer o sacrificar; opté por la opción más fácil. Sí y no. Porque en la escuela en España no hacían exámenes de ingreso.
Pero ahora no puedo perder mi norte; no puedo dejarme llevar por ese apuro o deseo capitalista por el dinero. Aunque ahora tengo 37. Y entonces la pregunta es qué hacer a los 37 cuando la evidencia parecería contrarrestar la vaga idea de ser un genio. Un genio para quién, ¿no es el éxito una gestión más de este entramado contemporáneo globalizado? O mejor, ¿cómo construir mi propia versión del éxito?
Y entonces, ¿qué quiero hacer ahora, cuando aparece la conciencia de que cada decisión parece trascendental, por aquello del paso inclemente del tiempo?