Al principio estaba tan de acuerdo con el confinamiento, y ahora odio tanto todo esto que ha sucedido, no puedo amigarme con nada.
Los problemas con el Internet me ponen de muy mal humor, hay toda una nueva rutina a la que no logro adaptarme; no me hace empezar mi día contento. Además, debo poner una manguera, así cuando enciendo el aire acondicionado en calor no le cae a la vecina del primer piso: el del cuarto (arriba mío), me ha dicho que sabe que de mi aire cae al de ella.
Es solo notar un poco de fastidio y empezar a arremeter en mi mente contra los imbéciles a quienes odio, como el vecino de arriba, que anoche ha pisado fuerte. Tan solo lo percibí a lo lejos: tenía los tapones en mis oídos. La indignación desespera.
En España han dado fin al confinamiento. En Australia las cosas son mucho más ligeras: eso me dice mi prima. ¿Qué hacer con toda esta ira tan difícil de contener?
Odio, por ejemplo, al director del proyecto.
La indignación me crispa. Y no quiero estar así, de mal humor.
Ahora iré al suppermercado, porque es el plan del domingo, para eso desperté tan temprano. Pero quiero quedarme escribiendo en cierta tranquilidad que se percibe al no escuchar al infeliz de arriba.
Me gustaría preguntar cuándo terminará todo esto, pero parece que es una pregunta en vano. ¿O no?
¿Son exageradas las medidas que toman acá? ¿Estamos salvando vidas, es eso?
He ido al supermercado, he gastado un montón, he comprado cosas que antes no compraba, solo para tener acumulado, salmón, milanesas de carne, helado y budín. Qué más da. Si he de vivir encerrado, debo proveerme de buena alimentación.
No quiero salir sólo para abastecerme. Quiero poder salir en cualquier momento a cualquier lugar, como antes. No se va a poder por ahora. En Italia empezarán a relajar las medidas, y las fases tienen fechas fijas. Pero en Argentina vivimos asustados. No entiendo nada. No quiero equivocarme.
Escribir porque no tengo más qué hacer, esperanzado en que esta actividad, de alguna manera, resulte salvadora.
Y entonces, el vecino, que talonea fuerte. Y yo que tiro una puerta, golpeo la ventana. ¿Por qué vuelve a hacerlo el infeliz desgraciado? No puedo perder la paciencia, mantenerme en cierto eje. Ahora bebo un té de hierbas. Llovizna afuera. He comido demasiado en el almuerzo. Ayer pedí comida colombiana: unas lentejas y un cerdo que resultaron muy bien. No estoy orgulloso por comer animales.
Esta mañana, en el supermercado, me tomaron la temperatura cuando iba a entrar.
El vecino logra ponerme de mal humor, aunque intento evitarlo, bloquearlo, dejar que pase.
En cierto sentido, me da lástima, pena. No creo que haga todo el despliegue de sonido sólo por mí; intuyo que además de su forma de ser escandalosa de marica conventillera, hay un resentimiento en su forma de ser, hay una bronca, cuyo único cauce lo encuentra siendo ruidoso y haciéndose escuchar por el edificio, porque seguramente esta música que está poniendo ahora se debe oír desde otros departamentos vecinos. Y es domingo, y son más de las diez de la noche. Qué derecho tiene a perturbar la paz: digo, puede escuchar música, pero no a ese volumen: ni en un domingo cualquiera ni en un domingo en cuarentena: es de noche y mañana es día laboral.
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Rompí un poco la madera de la cocina en un ataque de furia recordando al impresentable de arriba que hace ruidos en la noche.
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Ayer, además, tiré la puerta del baño. Pues el tipo de arriba ha estado como loco durante la noche. Con una animosidad evidente, lo hace a propósito. Y ya no sé qué más hacer: si enojarme, si ir y hablarle (ya lo hice, llevo más de año y medio viviendo en este lugar, y al principio, cuando pensaba que era una persona normal, intenté hablar con él); tal vez deba comentárselo al dueño de este departamento, a ver si puede hacer algo. El asunto me puso muy nervioso anoche. Tal vez hoy no deba fumar marihuana. Aunque el día esté gris, la claridad de la mañana me da otra perspectiva. Pero ayer fumé tomo el día. Y luego, en la noche, ni siquiera comí; estuve nervioso porque el infeliz se puso a hacer los ruidos más fuertes que nunca.
En Nueva Zelanda dicen que le han ganado al virus. En Australia el número de contagios bajó a una cifra. En España e Italia cambiaron de fase, y algunos medios muestran las novedades con buena perspectiva. Acá, seguramente extiendan la cuarentena, lo cual representa más encierro.
Hoy tal vez salga a comprar cosas que no necesito, sólo por salir y caminar algunas cuadras. No debo. Y todo depende de la lluvia o de la llovizna. Es un martes gris. Y amanezco triste por todo el tema del vecino, quien siento desfoga su ira y su miseria en mí. Ira que no necesariamente tiene que ver en su totalidad conmigo, sino vaya uno a saber con qué situación particular suya, con la cuarentena, y con la creencia –cultural supongo- de que no debe respetar los límites, si es que los conoce.
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Ahora más tranquilo.
No quiero siquiera escribir sobre él: siempre que digo que se ha calmado, retorna, como un fantasma, como el monstruo del confinamiento.
Sigue la vida.
Para qué engañarme: lo que más disfruto es el verano.
Hoy ando con un dolor en el pecho. Es un tanto muscular, pero hace días que no hago barras. Lo noté desde que salí a comprar un par de cosas hoy: di un paseo. Mañana tal vez lo haga también. Me parece que ha sido un mal movimiento. No quiero dolores ahora. Tal vez pueda ver a un médico una vez termine todo este asunto. Aunque pensar en que esto tenga fin es tan… incierto.
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Las cuentas. He pagado la heladera. Una cosa menos.
A veces, siento miedo. Y ahora me he entristecido al fumar marihuana. Ni sé bien por qué.
Y las ventas y el tiempo.
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En mis sueños, la cumbia que escuché cuando hice el video en el boliche ese en Montevideo en octubre del año pasado. Soñé cosas rarísimas; ya es común. Desperté entristecido, lloré un poco. Fumo porro, bebo café: la mezcla que tanto me gusta. Ya he tomado el agua con limón y aloe vera, el jugo de naranja.
El dolor en el pecho me asusta, tomaré un diclofenaco.
Ayer pagué la heladera: la había comprado con la tarjeta de Laitan.
Ya fumé marihuana; no sé si me hará bien, pero no quería estar sobrio. No sé si me hará bien porque me hace temer, me hace sentir más miedo de lo habitual, y lo que quiero es sacarme el miedo: miedo a la pandemia, al vecino de arriba, a quedarme sin trabajo, a que las cosas nunca vuelvan a ser como antes: los teatros, los viajes, dos de las cosas que tanto disfruto. Y lloré porque pienso cuán feliz fui a finales del año pasado yendo a Uruguay, y estrenando la obra y planeando el viaje a Colombia, y ejecutándolo. Y me ha entrado la nostalgia y el miedo, tan comunes en estos días. Y no quiero más.
Y este dolor en el pecho que no se va: es un cartílago, es superficial, no profundo, lo cual ayuda a que mi nivel de paranoia no sea tan grande.
Y para muchos fue solo una etapa venir a Argentina, pero para mí fue el lugar al que migré. ¿O habrá otro lugar después de este? Siempre soñé con vivir entre Buenos Aires y otra ciudad. Ahora los sueños parecen tan grises. Pero están ahí. Y estarán después de todo este desastre global que ha sido el virus y sus consecuencias.
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Recursos económicos para migrar y hacerlo dignamente y esperar el resultado de las acciones. Ahora debo moverme aquí, en la Argentina.
Pensaba en buscar trabajo: la movilidad internacional está muy amenazada y tal vez pueda haber una industria que sea más certera con todo esto de la pandemia.
No recuerdo si escribí sobre el hombre en la ferretería. Hombre lindo, que esperaba el otro día para entrar a la ferretería, hombre con barba, se fumó un pucho, con el barbijo bajo la cara, y lo vi en su esplendor masculino, un pibe de barrio rozando los treinta, deseé que me acompañara en mi cama, que me abrazara.
Estoy seguro que no mencioné al de la dietética, que tiene un leve zezeo. Es lindo también. Más blanco. Sin barba. Tiene junto a su familia -mujer y madre (no sé si madre de él o de ella)- una tienda naturista a una cuadra de casa, cruzando la avenida. Él no es quien me atendió las dos últimas veces, si no una empleada. Él me parece cariñoso, aunque no creo que posea una buena herramienta y cuando descubrí su zezeo me decepcioné. Pero debe ser buen compañero en noches de invierno cuando el miedo arrecia. ¿Idealizo? Sueño.
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Síntomas que pueden no ser nada. Paranoias cotidianas. Un domingo que pensaba arrancar de otra manera, se torna lento. Agua con limón y aloe vera, infusión de cardo mariano para el hígado, el té verde sin cafeína que ha quedado de ayer, con medio limón más. Todo frío. Y luego sí, el café y el porro. El café de todos los días.
Cómo ha cambiado la vida.
Quisiera por supuesto no tener una pared blanca frente a mí mientras escribo estas líneas. Quisiera mirar el mar a través de un ventanal, desde una cabaña. Bien dicen que no conviene pensar en las cosas que hacen falta, sino en las que uno tiene. Y agradecer.