Pampeano vino anoche por su campera, que había olvidado el otro día. Cogimos dos veces. No me cobra ahora. Quisiera decírselo a alguien, pero no le quiero hablar a Laitan, quien ha demostrado últimamente –cosa ya vivida- signos de desinterés. La última vez dijo que estuvo ocupado con su familia de visita; es entendible.
Vacaciones. Me ha hecho bien empezar el tiempo de vacaciones viéndolo a Pampeano. Me ha hecho bien cerrar una venta. Algo, aunque sea. Ayer lloré, sin embargo, en la tarde. No sé bien por qué. No entiendo aún la tristeza. O dudo. ¿Es sólo esta sensación de poco logro, de poca cosa, de no trabajar aún de mi pasión? Hay algo en el retorno a mi tierra que me duele. Como si no quisiera ir realmente, como si quisiera ir siendo otro, como si considerara demasiado el gasto en eso, en visitar esa ruta ya andada.
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Siento haber escrito todas esas cosas feas de mi jefa, de mis compañeras, me arrepiento de ser un hombre tan iracundo y resentido, quisiera ser un hombre al que todo me importara menos.
Es como si no quisiera ir a Colombia, como si no encontrara regocijo en eso, como si me encontrara a esta edad sin familia, solo, viajando aún, buscando aún, como si no me sintiese orgulloso de este camino, no sé qué me pasa, no me entiendo, no sé el por qué de esta tristeza. Tal vez sea sólo miedo.
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Me asusta dejar el trabajo tanto tiempo. Pero necesitaba este periodo. Me pregunto si son vacaciones realmente, cuando no puedo desconectarme del huracán, de la búsqueda de trabajo, de opciones para actuar, de esto y aquello. Ahora estoy aquí. En Macondo. Y siempre, el miedo. Cuanta gente habitual, tanta pobreza. Tampoco será mucho tiempo. Veo que hubo cambios en el trabajo. Y siento miedo, por mi insolencia, porque no doy resultados.
Ojalá fuese más, tuviese más. Ahora es suficiente. Supongo que cada cosa a su tiempo, que he progresado, supongo y quiero creerlo, aunque haya dado mil vueltas para tomar la decisión de venir acá, aunque no quiera realmente estar entre esta gente; lo bueno es ver a mamá, verla a Áspora.
Pasa todo rápido: la espera para que llegue este viaje, y el viaje en sí; ya estoy aquí, después de dos años, con todo lo que viví en este tiempo.
Quisiera ayudarla más a Áspora. Pero el tiempo se nos pasa en risas banales, en fumar, comer.
Y en el trabajo cambian las cosas. Y, a lo lejos, siento miedo. Dependo de ellos. En fin, lo de siempre. Supongo que pasará. Ya estaré allá, de nuevo, y trabajaré en no darle más importancia a ese lugar. Aunque pague mi vida. Pero no quiero seguir dedicándome a eso. ¿Por qué me afectan tanto los vínculos de poder ahí adentro? Las gentes. Siempre escribo, me quejo de lo mismo.
Me da miedo estar de vacaciones, tomarme estos días, no vender, no continuar respondiendo a mis labores, pero sí esperar el sueldo. Esta dependencia. Supongo que todo estará bien, que merezco un descanso. Aunque me sienta culpable por tomarlo.
Y aunque sepa y vuelva al pensamiento de que eso no es lo que importa, sí que importa, porque es lo que me da la comida.
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Despierto un poco malhumorado; frase común en estos diarios. Ahora, algo mejor. Pienso en ellas, en la oficina, en las ventas, en mi miedo al tiempo libre, en los bajos sueldos los meses que vendrán, por mi nivel de ventas bajo. Pienso en la reestructuración en mi trabajo, y en que no se me note lo malhumorado que soy, porque de eso vivo, y porque nadie tiene la culpa.
El objetivo de estos días será, pues, buscar trabajo, siempre en la mañana, postularme, encontrar algo que me haga un poco más feliz. De algo he de vivir, sobrevivir. Ahora estoy bien, aunque la ansiedad me gane.
Como si no pudiera disfrutar, como si la tristeza me atrapara. Yo intento escabullirme. Hay una nostalgia que no cesa.
Gastar dinero en esto que es conocido, ser de aquí, ver mi casa, verme a mí en mi casa, después de tanto tiempo, y las cosas que han sucedido.
¿Y cuándo se solucionará la humedad en el departamento en Buenos Aires? Mortificado por las formas, las apariencias. Vivo bien, supongo. He estado peor. Y logré reunir lo necesario para venir a ver a mamá, a quien tanto extrañé.
Y en el tiempo libre uno aprende, pareciera uno absorber la sabiduría del silencio. Pero luego, cuánto cuesta mantenerla en el contacto con el otro.
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Y no querer ver a nadie ahí, no querer escuchar sus historias, sus opiniones sobre esto y aquello, el feminismo y lo políticamente correcto, la izquierda versus la derecha, las divisiones comunes de una clase privilegiada, pero con su cabeza encerrada en su triste cultura pobre, la mayoría haciendo alarde (aunque no quieran, aunque posen de no hacerlo) de sus privilegios. Yo también. Yo también soy un ser despreciable. Como ellas; su corrección política, y las que no corrigen porque tienen la creencia de la superioridad moral de la derecha ortodoxa, fascista, el síndrome de Estocolmo. Las odio a unas por unas cosas, a otras por otras. Hablo desde el lugar del oprimido, soy el discriminado. Ya sé, no debo tomarme nada personal. Pero es tanto el tiempo ahí metido, escuchándolas, enredándome con sus hilos asquerosos. No quiero ser misógino, no quiero ser misántropo, no quiero odiar más. No porque odiar esté mal. No tengo dilemas morales, y no me interesa ser correcto. Pero no la paso bien. La pregunta que surge, siempre: cómo. Cómo hacer para no tomármelo personal, y no odiarlas; cómo consolarme con la miseria que ha de ser su intimidad, su soledad si les sacan las máscaras en las cuales construyen su identidad.
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Seguir en la máquina, escribir.
¿Por qué este llanto, otra vez? Anoche. Compungido. De nuevo, como si no pudiese disfrutar de las vacaciones, como si el tiempo aquí fuese perdido, no sé bien qué me pasa.
Que el tiempo debe ser aprovechado, como si no valiera la pena este viaje. Debo convencerme de que sí, todo es por mamá, por estar con ella, por pasar tiempo con ella.
Hablo con mamá de las deudas, del plan que tenemos para pagarlas, de qué hacer cuando ella muera –aunque esperamos que esté lejos el momento. Hablo de los planes de su economía. Y en la noche he llorado, como ya viene siendo costumbre, porque quisiera tener más para darle, haber logrado más a esta edad. Esta es una época dolorosa. Y me angustio pensando que debo volver a lo mismo de lo mismo: el trabajo, todos los días. Por suerte tengo trabajo. La soledad, el día a día en esa oficina, y en que son 34, en qué haré este año para crecer, para estar mejor.
Estar aquí me llena de miedo. Tomarme este tiempo, alejarme tanto, volver aquí me atemoriza. Ya lo había contemplado el otro día: este gasto me asusta, gastar mi capital en vacacionar en un lugar que no me gusta.
La playa. Mamá. El dinero. Las comisiones, el tiempo libre que es tiempo no productivo. Pero ganaré el sueldo, de todas maneras. Aún falta un pago por los subsidios de la obra.
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Mal humor, el trabajo, la no venta, esas mujeres odiosas, falsas, pesadas, víboras, las veo como serpientes venenosas. ¿Le habrá dicho la gorda nefasta a mi compañera que tome ese correo, aun viendo que yo había respondido? Gente de mierda, gente seca, que después se viene a hacer la dulce. Gente herida que transmite su resentimiento y se ampara en personalidades débiles, que las ven como guías. Y lo peor es que después hacen incluso que uno dude. Mujer falsa, merecedora de mi olvido.
La clave, pienso después, es no enojarme, restarle importancia a todo. No tomarlo personal. Lo haría conmigo y con quien fuera. Ya pasará.
Supongo que es una etapa. O eso quiero decirme. Y no desesperar. Ya iré a otro lugar, ya vendrá algo mejor, eso espero. Encontrar algo mejor por lo cual conseguir dinero.
Va pasando la vida, y me voy volviendo ese hombre amargado, ese hombre que no quiero ser, a causa de darle importancia a cosas que no la merecen, de dedicarme a a cosas que no me gustan.
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He aquí mi razonamiento y mi miedo: como no he rendido en el trabajo, como no he vendido a la par que mis compañeras, y todo lo que gasto es producto de las horas ahí adentro, entonces me siento en deuda, como si debiera trabajar más y trabajar pronto, así recupero lo que estoy gastando. Es, claramente, miedo. Y también, vive en mí el recuerdo de aquellas épocas en las que no tenía un centavo y todo lo que gastaba provenía de lo que me daban mis abuelos, mis padres. Ahora, hay un constante miedo a perderlo todo.
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Debo estar agradecido por todo esto, lo sé. El miedo obedece a esas otras tantas veces que estuve a punto de quedarme sin un centavo. Momentos de estrés.
En Argentina soy un inmigrante que vive en un barrio de clase media baja.
Escribo ideas sueltas. Son cerca de las doce del mediodía en Colombia, y despierto con un dejo de tristeza. No puedo sacar de mi mente a las arpías en el trabajo, me cuestiono si son tal, me entra ansiedad por ir y vender más, ganar más.
Ansiedad por las cuentas, por el futuro.
Me encuentro preguntándome si es que ya quiero volver a la rutina, como si no pudiera disfrutar de las vacaciones porque mi desempeño fue pobre durante los últimos meses.
Debería disfrutar más, lo sé. Debería, debería.
Anoche soñé con el taller de escritura, era una mesa diferente, y estaba esta compañera del trabajo que tanto vende, esta chica a quien, debo confesar, envidio. Aunque, como la mayoría de mis envidias, no es que quiera ser ellos, sino obtener algunos de sus beneficios o privilegios. Estaba ella, y yo no había terminado ninguna historia. También soñé con un supermercado.
Hoy cuando desperté, ya mamá se había ido. Van a una cabaña, no quise ir yo. Me quedo en casa, escribiendo. Si pudiera sacarme este miedo de encima, si pudiera alguien decirme que todo estará bien.
Suelo pensar que debo hacer algo más, que mis escritos no deben quedar inéditos, que si otros tantos publican en medios, entonces yo debo hacer lo mismo. Pero ¿cuáles son los intereses de los medios?
Áspora me dice que ahí está el futuro, en mis letras. Ahora dudo tanto de mis talentos, de poder hacer dinero con esto; la industria editorial, tan complicada. Y, a decir verdad, no soy prolífico. Estas líneas sobre mí, estos diarios, es lo que más puedo escribir. Entorpecen la disciplina en al ficción.
Celebro que termine el horario del verano en la oficina, será más provechoso ir pasadas las nueve de la mañana. Y ahora resulta que pondrán a alguien que haga recursos humanos. Me preocupa tanto ese lugar porque es de ahí de donde obtengo todo lo que consumo.
Y me frustro pensando en que los arreglos del departamento no están hechos, y quiero tenerlos listos lo más pronto posible.
Esta constante sensación de que debería hacer más.
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No sé si estoy haciendo lo que quiero. Si es esto lo que realmente deseo, ver a esta gente. No hablo de mamá, claro. Quería verla a ella, a Áspora, ver mi casa. Me encuentro en una confusión constante, en una tristeza que ya lleva tiempo en mí.
Anoche lloré de nuevo. Hoy intento estar mejor. Estoy mejor. Los mosquitos se han hecho un festín conmigo. El paso por mi tierra duele, pero no puedo racionalizar, entender bien por qué. Mañana haré un pequeño viaje con mamá. Las series que he estado viendo, Years and Years y Pose, son dramas que, si bien disfruto, avivan en mí cierta necesidad de pertenencia; es eso, como si no perteneciera a este lugar, pero sentir cierta obligación de verlos igual, de hacer presencia.
Fuerza, necesito fortalecer el espíritu, encontrar el ánimo, la valentía para continuar adelante, sacarme estas creencias de que estoy viejo, dañado.
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Que este es un lugar del que siempre quise huir. Eso pensaba anoche. Esa gente, esta cultura. Aunque crecí y lo llevo adentro, hay algo que desprecio profundamente. Una contradicción eterna. Sentirme mal en las noches es la constante, llorar. No sé por qué tanto. Como si no estuviese preparado. Y decirme que no voy a volver. Pero esta vez regresé igual. Quise verlos.
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Me habrán visto varios, algunos, él, el polaco rubio del que me enamoré, cuando grité en mi último intento por ahuyentar al pajarraco que se acercaba a mi plato de comida en la mesa, y no se iba por más que le indicaba que no quería su cercanía. Ahora tengo algo de vergüenza, como siempre me pasa. Le grité que no, pensando que, como a los perros, había que hablarles firme. Pero el pajarraco se quedó ahí, y vino uno de la isla, y la apartó con suavidad. Lo siento.
El contacto con los demás, siempre, trayéndome remordimientos, pensamientos culposos, que me hacen sentir avergonzado, como si sintiera que hice el ridículo.
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Hoy regreso a Bogotá, la Inmunda. Y el lunes, a la Furia de nuevo.
Después de casi diez días en Macondo, despierto con la algarabía del colegio vecino que decide celebrar el carnaval. Recuerdo cuánto me atormentaba. No me enojo: hoy me voy. Agradezco. Si bien sé que extrañaré a mamá, estoy contento de imaginarme fumando un porro con Áspora esta noche, del viaje mañana a ese pueblito colonial, de la intuición que el dolor de darle la cara a mi tierra no me azotará más.
No he de decir que no pienso más en ese hombre. No puedo decir que me he enamorado. Quiero recordar, escribir también, sobre el chico que trabajaba en el bote en el que nos fuimos mamá y yo a la isla; no era el capitán, si no el otro. Delgado, con su camiseta de microfibra azul. Y yo que fantaseaba, me preguntaba, si al igual que Pampeano –que es flaco también-, este portaba un gran instrumento entre sus piernas (intento de forma decorosa para referirme a su miembro).
Y otro pensamiento vergonzoso: no sé qué le iba a pedir al hombre, a uno de los trabajadores, y le dije “hey”, como haciéndome el local, y el tipo no sé qué me dice: joven, o algo así. Y yo caigo en cuenta que debí ser más formal, y ellos cumplen con el trato sofisticado al cliente. Esta manía de intentar empatizar, de intentar ser local aunque no lo sea.
El recuerdo de la pareja esa que se sacaban fotos: él, blanco leche, hablando en perfecto español, pero con acento vaya a saber uno de dónde, si de Estados Unidos o de algún país europeo; ella, negra, local. Él metrosexual, impecablemente peinado; y ella riéndose, disfrutando –en apariencia (¿o por conveniencia?)- de su “amor” extranjero. Y yo que veo, cuando bajamos del bote, ya al final del recorrido, que se cae la tapa de una botella, y le digo: se te cayó esto. Y ella que no. Y yo: ¿segura? Y ella que sí. Y después me pregunto por qué tan hablador. ¿Habrá sentido mi acento, me habrá imaginado de esta tierra? ¿Y qué carajos me importa lo que piensen los demás?
Y el rubio, mi rubio polaco, a quien observé más de la cuenta, con cuyos labios húmedos fantaseé mientras los miraba extenderse en esa sonrisa bella, sus colmillos afilados de caucásico fuerte, el rubio polaco que antes de subir al bote, cuando ya regresábamos de la isla, sacó una jeringa de su riñonera y se inyectó en la pelvis, del lado derecho. ¿Insulina?, le consulto a mi amigo Laitan después. Y él me dice que seguramente.
El primo que vino ayer me contaba de su tratamiento para contrarrestar el lupus: debe inyectarse una vez al mes. Y me dice que no puede abandonar el país. Y, contrario a la angustia de otros momentos, yo pienso que no, que aunque dependa por ahora, y mientras esto no tenga cura, aunque dependa de una pastilla diaria para vivir, podré irme después a otro lado, a un lugar mejor que la Argentina, cuya economía asusta de tan volátil y venida abajo.
El rubio, ingeniero. Lo sé porque las argentinas les hablaron en la lancha. Argentinas confianzudas, preguntándole a mi polaco por su actividad. Aunque si no fuese por la curiosidad de las muchachas –en apariencia felices, aunque poco agraciadas-, no me hubiese enterado yo que mi rubio es polaco, ingeniero y que habla español porque vivió once meses en España.
Entonces pienso en los privilegios de haber nacido o tener nacionalidad del primer mundo, en los privilegios de no dedicarse al arte. Aunque luego escucho historias de gente aquí, al uno y la otra que trabajan sin parar, precarizados.
Y la música de carnaval incendiada llega desde el colegio, y yo, porque ya me voy, la disfruto; porque dejo atrás esta ciudad, con mentalidad de pueblo, con la ignorancia y el sufrimiento que son, tal vez es ese sufrimiento de ellos, nuestro, es en parte causa del dolor que vengo percibiendo.
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Vuelvo a Buenos Aires después de dos semanas. Ha sido lindo el tiempo afuera al final. Si uno supiera que todo va a estar bien, entonces disfrutaría más. Me hago reproches por no haber disfrutado más los días en la costa, en mi casa, ¿por qué? Diez días. Estuvo bien, supongo. Ha sido lo que fue. Y ahora regreso a mi tierra.
Tomaré un ibuprofeno y una loratadina.
Viví una verdadera fiesta underground con Áspora. El sábado salimos, compramos cocaína, nos fuimos a un bar, luego buscamos una discoteca que estaba cerrada, luego nos fuimos a otra y era muy cara, entonces decidimos entrar en un antro de mala muerte, y nos quedamos ahí, compramos más cocaína (perico le dicen acá) y yo me fui con un tipo horrible, y fue un exceso, seguí esnifando, en un motel –que en realidad era una casa, regenteada por una señora y por una joven, que sospecho era su hija. Después vi a una niña ahí en esa casa. Con el tipo, ahí compramos cervezas, condones, y me prestaron un cargador. Y estuve hasta más allá de las nueve de la mañana, con ese negro inmundo, feo, y pise el piso frío, y luego tuve miedo, porque incurrí en prácticas que no son sanas, y esnifé y esnifé sin parar hasta que el cansancio me bajó de golpe y caí en que había dejado a Áspora, irse en un taxi cuya placa (patente) no anoté, y yo estaba con un desconocido, en un barrio inmundo. Resultó buen tipo. Me acompañó a tomar un taxi, y vine a casa de Áspora, que es un barrio alejado, bien lejos. Venía ansioso en ese taxi, culpándome, con miedo, porque no había podido detenerme antes y había incurrido en esas prácticas de riesgo, con ese hombre feo, a quien no quiero describir, todo por el apuro, el deseo incontrolable, la compulsión que no logro evitar.
Deseo al rubio, polaco, ingeniero, con su dentadura hermosa (sus colmillos filosos) y me voy con un negro inmundo.
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Hace un año, me pasaba toda la historia con L. Es como si diera vueltas en un círculo de deseo, de carencia.
Ahora estoy en Buenos Aires. Fui y vine. Y ahora, de nuevo en casa, y con la obligación de ir mañana a trabajar, a conservar aquello que me da el sustento. Mentiría si digo que no tengo miedo. Pero así las cosas. ¿Cómo puede pasar tan rápido todo? Y cuando uno está en medio del paseo, parece un sueño. La vida misma. Si tan solo hubiese mantenido la conducta, el deseo, si me hubiera ido con Áspora a su casa después de la fiesta, si hubiésemos tomado una cerveza y fumado marihuana, y listo. Terminar ahí. Pero me expuse yendo con ese hombre a ese alojamiento barato, de mala muerte. Me expuse porque me penetró sin preservativo, fue unos segundos, pero yo accedí, en medio de la locura, y ahora tengo miedo.
Ahora estoy triste, sin ánimo, sin saber muy bien qué hacer, deseando que aquello que venga sea leve, pueda tomármelo con cautela, despacio.
Le hablo a Pampeano, le pregunto si tiene porro; me dice que no, me da el teléfono de un tranza que vende; le hablo al tranza, pero no responde. No sé bien qué quiero. No lloro, no como. Tomo un vino, fumo un cigarrillo, anhelando que desaparezca pronto este bajón emocional. No tengo hambre, pero sé que debo comer. Y así pasa el último día de las vacaciones.
Los hombres lindos juegan en la cancha de tenis frente a casa. Ya salí por un vino y por las galletitas para el arroz que viene en camino.
*
Pampeano me dice que no me sienta mal. Le he enviado un mensaje al rato de haberse ido. Quisiera ayudarlo, que no tenga que pensar en prostituirse. Le dije que me siento mal porque no le pago ahora. Le digo que no quiero sentir que pago con frecuencia y que tampoco dispongo del presupuesto. Y es cierto: si le hubiese pagado, entonces sentiría que está mal gastar mi dinero en eso. ¿Debo dejar de verlo? ¿Por qué es ese el tipo de hombre con el que encuentro compatibilidad?
Tengo miedo de que el hombre ese, en Bogotá, me haya contagiado algo. Tengo miedo de llevar mi vida por un camino de dolor. Mañana vuelvo al trabajo, a la oficina.
Extraño a mamá.
Hello! ¿Cómo estás Anónimo? Qué alegría leerte, tantos días sin hacerlo que había olvidado como era leer a alguien de verdad. Porque no solo te dejas ir con eso del sexo y tratar de ser feliz sin tanta corrección a todo lo que haces. Abrazos grandotes. Cuidate.
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¡Meatov! Te he extrañado. Cuéntame cómo estás, qué ha pasado por allá. Acá, empezando a trabajar desde casa. La situación se pone muy extraña. Gracias por volver y por comentar. Te mando un abrazo fuerte.
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Hola, nunca olvida mi nombre y eso me emociona. Acá en Nicaragua apenas ayer declararon 1 caso oficial de virus, pero solo en mi ciudad se saben de 2 personas que dieron positivo en una clínica privada y el gobierno y el gobierno los escondió, ya saldrán vivos de algún hospital. No entiendo el secretismo. Por el momento yo con gripe normal que lleva 15 días. Hemos trabajado normal, tengo dos días de descanso y el sábado si sigo con gripe no iré a trabajar. Cuéntame más de tus cosas, me gusta leerte y seguir tus tramas, suenan tan reales, me recuerdas a un actor brasileño que es mi favorito, que trabajó en “Rastros de mentiras”. Me hizo feliz leerte. Abrazo enorme y cariñoso.
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Alguien comentó q “tus tramas suenan tan reales”. Este blog es ficcion o diario íntimo? De todas formas me gusta leerte jaja. Me hacés acordar a uno de mis escritores favoritos: Jaime Bayly. Me encantaría leer una novela o cuento tuyo 🙂
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Hola Anonimamente. Fijate en la descripción del sitio: Blog personal. Diarios. Si toda narrativa es ficción, esta es entonces la ficción de mis días, la ficción de mi vida.
Sobre Bayly: a mí antes, hace mucho, me gustaba, me gustaron sus primeras novelas; ahora, por todo lo que piensa y dice, me parece un tipo bastante imbécil (aunque suene duro, pero qué más da). Se dejó llevar por el apuro editorial y su ficción desmejoró mucho. Y esa posición de derecha tan forzada raya con lo ignorante… Ya no soporto oírlo. Aunque a veces, por curiosidad, entro a su blog. Pero en una época me gustaba mucho, sí. 🙂
Ojalá algún día algún cuento mío llegue a tus manos. Gracias de nuevo por pasar por acá, qué bueno que te guste esto que escribo y que -de alguna manera- te puedan inspirar estos escritos. Un saludo enorme. ¡Y buen sábado de confinamiento!
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Ah, nunca lo escuché hablar :0 solo leo sus libros jaj
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