El vino de anoche me ha generado dolor de cabeza hoy al despertar. No sé cómo terminar ese cuento, y debo llevar algo al taller. Domingo. Desperté con dolor de cabeza, tuve que ir a la farmacia. Lleno de actividades. Ensayo ayer, ensayo hoy. Eso me hace feliz. Aunque habite la incertidumbre, porque los dos proyectos en los que trabajo como actor son autogestionados, de creación grupal.
Algo de culpa siento, a veces, cuando pienso en que ha sido mi jefa la que me eligió para ese trabajo. Un miedo: volver a lo de antes, quedarme en la calle. He pasado por una etapa de tanta incomodidad, que ahora que vislumbro cierta estabilidad, ahora que la primavera se hace sentir, entonces me entra el miedo a perder lo ganado. No quiero pensarlo tanto, pero sí exteriorizarlo. Debo trabajar. Debo ir a por los objetivos ahí propuestos. A veces me angustio, me estreso. A veces cuento las horas. Trabajar con ella, con mi jefa ahí, no es fácil. Pero luego me animo. Porque estoy logrando la estabilidad. Tan anhelada.
Ahora por fin soy cuidadoso con las cuentas. Por fin. Llevo en un Excel todos mis gastos. Anoto cada cosa. Todo. Ansias por controlar, supongo.
Con el cansancio a cuestas, sueño, agotamiento. Pero ilusionado, esperanzado.
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No me alcanza el tiempo para escribir. ¿O no se lo dedico yo? Entre todas las actividades. Las relaciones humanas. Los ensayos. “Como te gusta interrumpir”, me dijo un compañero anoche. Las emociones que me generan los demás. Movimiento no es necesariamente progreso. Aunque ya lo creo que he progresado.
Cómo sacarme este miedo. Recuerdo a mamá cada vez que hacía un gasto, su cara de “con qué pagaremos esto”. La cultura de endeudarse con tarjetas de crédito versus la cultura del orden y las cuentas claras que mi abuelo llevaba sin parar.
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La ira, este enojo, por una cosa y la otra. No sé hasta cuándo voy a aguantar. Ya siento la necesidad de alejarme un poco. Unos días de encierro, de aislarme. Acá mismo tal vez. Tal vez no haya necesidad de irme a ninguna parte. Con todos los gastos que tengo. La última semana de diciembre. Faltan tres meses. Ahí podré descansar. Espero descansar de mis odios también. Es como si la energía adentro mío fuese más fuerte.
Ellos, los más seguros, los más felices, los que me hieren, con los que me enquisto. Y entonces la única solución que contemplo es convertirme en un ermitaño. Estallo, la ira es más fuerte. La ira y el miedo. Y yo quiero aprender a ser humilde, quiero ser tranquilo, quiero que no me importen los demás, quiero darle menos importancia a todo, a los demás, quiero hacer las cosas bien, y no ofender.
Despierto. Percibo la sensación de pequeña ira encendiéndose. Todos los días debo ver gente. Tal vez sea eso, que me hace falta descanso. Me peleo, por ejemplo, con Raira y con Dante, mis compañeros de la obra porque considero que el proceso ha sido mediocre. Los actores y su pereza, su forma tan laxa de concebir el abordaje de un proyecto. Y al recordar la respuesta de Raira anoche, entro en furia.
Una sensación de infortunio llega a mí. Y quiero ser agradecido. Ando un poco cansado. Aunque el cansancio sea normal. Ya estoy en las últimas. Ya quiero que terminen de hacer los arreglos en el departamento: la cocina, las canillas, la pintura. Comprar una heladera, unas sillas.
Vacaciones. No ver a nadie por un tiempo. Recluirme en la soledad de mi casa, y no hablar con nadie.
Y no poder terminar ninguna historia, no dedicarle el tiempo necesario a la escritura también me angustia. Todo me angustia. Odios. Odio sin parar. Aunque odio sea un decir. Mi malestar por una cosa y la otra hace que lo dirija a personas en quienes no me fijaría si fuese feliz. Y entonces me quejo. Me quejo en estas líneas, a ver si puedo exorcizar el mal humor. Y el miedo, entonces, la culpa. No en ese orden. La culpa por no ser agradecido y verme mejor que hace unos días, que hace unas semanas. El desespero mismo por ya dar el último paso rápido, por terminar el desbarajuste, porque se acomode la cosa. Y el miedo porque no vaya a ser que por desagradecido se me castigue. Dios o lo que sea que sea esta energía.
Ya ni sé cómo concebirme. No sé bien cómo aplacar estas sensaciones tan incómodas, dolorosas incluso.
Pienso en hablarle al cubano. Pienso en invitarlo a casa. Pero no. Pienso en el anterior, en el imbécil que no me respondió más y que he eliminado de mi agenda. En unos días se irá de viaje, se irá a Londres, luego a Escocia. Y qué hago pensando en él. El dolor de la vergüenza.
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Como en una imposibilidad por aceptarme, por aceptar mi camino, mi situación. Deseando siempre algo más, tener más, veo a los privilegiados y a los no tanto también, las diferencias de esta sociedad. Y mi lugar. Ayer, el hombre en la panadería. Su traje, su cuerpo fuerte, delgado, su belleza y su seguridad. Estoy obsesionado con los salarios, con la capacidad adquisitiva. Y luego siento culpa por no agradecer, por no vivir tranquilo con lo que se me ha dado, y considerarme un afortunado. Pienso entonces, como siempre en estas semanas, en el chico idiota que no me ha escrito más, el chico que he eliminado de mi teléfono celular, pienso en que pronto se irá de viaje, como quisiera yo, irme a Europa y recorrer. Los demás. Los que estudiaron y ganan más, los que estudiaron y siguen siendo clase media, los demás, los que desprecio, la gente.
No sé bien qué pensar o qué escribir. Tal vez necesite unos días de descanso. Anoche llegué a casa y me tiré en la cama. He dormido hasta hoy, de corrido. Ando agobiado porque no terminan tampoco los trabajos en el departamento, la canilla de la cocina sigue goteando.
En mi imaginación, esos hombres me desprecian, soy menos que ellos por tener menos, por ser menos alto, por no disfrutar de mi trabajo. Diferente fuera, si me dedicara a lo que me gusta, si viviera mi sueño, el sueño de actuar y que me paguen mucho por eso, y ser libre, sentirme libre. En seguida, la culpa, por despotricar. Y así voy conflictuado, con un mal humor constante, viendo como única solución aislarme un tiempo, alejarme de la gente que pulula, que veo cada día por montones. Ni hablar de mi jefa, de ellos ahí en el trabajo. Trabajo al que iré en unos minutos, y donde ocupo ese rol también menor, inferior, y me importa entonces lo que piensen, lo que digan. La gorda y la contradicción que me genera. Trabajar al lado de ella. Y las ínfulas de los otros. ¿O soy yo y mi complejo el que me hace ver ínfulas en los demás? “Flasheo”. Es así como le dicen a la paranoia acá. El amor-odio marca una constante en la forma en que encaro mis relaciones.
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Lo mismo de lo mismo. Angustiado por el avance tan lento de los arreglos. No sé si debo apurar al dueño. Estoy desesperado. Odio llegar a casa en las noches y ver todo a medias, la canilla de la cocina goteando, la de la bañadera igual, los elementos de pintura, el polvo en el piso, y tener que barrer, que trapear.
Violencia. Esa es la palabra. Una violencia que me desespera, como impotente, como si el cuerpo me fuese a explotar de la furia misma que me genera todo, como si no lo pudiera soportar y odiara al mundo, a la humanidad. Llego y me acuesto, apago las luces, y me duermo hasta el día siguiente, que es cuando redacto estas líneas. Y lloro también cuando llega a mí la idea del fracaso, la idea del inconformismo (puto inconformismo). Cuánto anhelé estar en este país, y ahora, a puertas de los 33, quiero irme. ¿Pero cuánto tiempo tiene que pasar para que pueda ahorrar para poder conocer Europa? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para poder ahorrar y tener la suficiente cantidad de dinero para migrar? ¿A qué edad podré irme? ¿A qué edad podré cumplir el sueño de actuar? Que estoy mejor que en Bogotá, eso seguro. Pero verme sin posibilidad de ahorro, apurado, inconforme también con los proyectos de teatro, con la gente acá, con sus tiempos lentos, su mediocridad de vida, es algo cultural. ¿Y qué quiero, qué es lo que quiero?
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Sábado. Me he peleado con Raira. Se veía venir. La obra de teatro no va más. Me angustia no tener un espacio fijo para actuar. Siento un odio lapidario, me invita a ser tajante en mis relaciones.
Me he sentado junto a la ventana para escribir. La cancha de tenis está vacía. Es mi vista: una cancha de tenis. Mejor que tener edificios. Hoy el día está nublado. Pero cuando hay sol, pega fuerte a través de la ventana, ilumina las paredes, la cama.
Ahora la cancha está vacía. Si hubiese gente jugando no sé si quisiera permanecer al lado de la ventana: buscaría otro lugar. Aún no compro cortinas. Parece que llega alguien a jugar. Cerraré un poco la persiana.
Debo comprar cosas, muchas cosas. Paso las horas sentado en una oficina porque necesito el dinero para vivir. Ya me mudé. Ya tengo un departamento para mí solo. Ahora debo amoblarlo. Y luego, el viaje a Europa. Mi miedo (miedo burgués, ya lo sé) tiene su origen en la economía tan debilitada de este país, la devaluación feroz del gobierno de mierda que votaron los ciegos, y que afecta la capacidad adquisitiva y ahorrativa de la clase media. A los pobres directamente los dejan sin comida, en la calle.
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En el sueño, los dos hombres dormían, y uno protegía al otro, se acostaban a dormir, y uno abrazaba al otro, hasta que en un momento uno se paraba, y yo podía ver su gran colgajo, lo veía todo como en una escena de una película, y luego, ya veía su miembro erecto, se disponía a penetrar al otro, al que seguía dormido. Me sentía identificado con el otro, con el que era protegido, hasta que vi que iba a ser penetrado.
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Tan de extremos: el niño que quiere ser amado, la intención de castidad y perdón por un lado, y por el otro el deseo de furia, de deschave, drogas, sadismo incluso, intensidad y dolor.
En mi mundo secreto, estas letras son el yo que verdaderamente soy. Aunque sienta aún que no pueda desnudarme por completo.
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Me peleado con Dante ahora. Pero con él no es para siempre. O eso espero. A Dante lo quiero. A Raira también. No quería pelearme. Dante ha dicho que soy un pelotudo. “No me banco tu paja”, le he gritado en el teléfono. No quería gritar, pelearme así.
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He ido a yoga. En el gimnasio, los hombres entrenaban. El deseo vibrándome adentro, la mirada que se me iba hacia fuera. Alguno de esos machos, alguno que quiera uno como yo, bien putito. Cansado de pretender, de aparentar. Acá no saludan. Uno entra y no hay que decir “hola”. No. La descortesía tan argentina y tan de estos tiempos.
Y mis fantasías. Temo descontrolar. Le he hablado a Dickinson. No debo salir. He gritado en pelea con Dante, me he alterado.
Pero Dickinson se reúne con esa gente horrible, van a esos lugares horribles. No quiero verlos. Me excluyen. No debo codearme con ellos. Me excluyen, no me invitan a sus reuniones. ¿He nacido para estar solo? A veces temo que mi violencia interior me lleve a estar solo. Mejo solo a mal acompañado, dicen.
Qué violencia, qué impotencia. Es mejor no salir igual. Es mejor no verlos. Narcizo herido.
Eres un bello Narciso. Alegre de leerte. Meav.
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Bella Meatov, me miras con ojos compasivos. Gracias. Un abrazo y gracias por leer. Fuerza siempre.
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No, escribes como me gusta. Con ganas de hacerlo, ese personaje te ha salido genial. Abrazos y ya vamos adelante, un día de estos decretan ponernos presos a todos.
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Dios. Qué desastre de mundo. Un abrazo, Meatov. Mantente segura, si es posible, por favor. Un abrazo.
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Saludes Apreciado Anónimo, por el momento estable el vuelo en este cometa… Quien sabe cuando comienza el vértigo.
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Un lujo leerte. Besos a tu alma.
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María del Mar, el lujo es tener lectores como vos. Gracias por pasarte por acá y leer. Un saludo. Y muy buena semana 🙂
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