Paciencia, hijo, calma

Domingo. Es pacífico el departamento de Laitan. Vivo una gira. Estaré aquí dos semanas, en casa de Laitan. Su casa es cálida, tiene una cama pequeña en la sala, una especie de mueble del que sale una camita en la que se duerme lo más de calentito, cómoda. Luego iré al sucucho: viviré allí por doce noches, catorce días. El sucucho es la parte de atrás del departamento de una mujer que se ha mostrado comprensiva hasta ahora, y ha entendido que, por más que yo le había hablado de seis meses, he encontrado una nueva oportunidad, algo que me conviene más en el largo plazo. Espero que agosto pase rápido. Y luego, en septiembre, por fin: mi casa. He conseguido, ya lo había anunciado, que el dueño del departamento donde vive Dante me lo alquile a mí: Dante se mudará, junto con su novio, a un lugar más grande. Así que, por fin, tendré un lugar para mí solo.

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La sociedad afiebrada, la Argentina entre mil debates, el ser humano intentando sobrevivir, pisándose. Violencia, ira, pobreza.

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No logro darle cauce a un cuento que vengo escribiendo desde hace un tiempo. Anhelo unos días para dedicarme, para no hacer más que despertarme y holgazanear, como lo hice en alguna época de mi vida. En un lugar lindo, donde me sienta cómodo. Ya tendré vacaciones. No vienen a mí palabras muy efectivas, me toma mucho tiempo escribir ficción, terminar las historias. Es eso: darles un conflicto definitivo y un cierre, un final.

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Hago cuentas, hago cuentas sin parar. Me preparo para un gran paso en mi vida: alquilar un departamento solo y comprar cosas. Cosas. Equipaje. Lo temí siempre. Ahora no. Ahora sé que debo permanecer acá un tiempo, ahora soy el dueño de mis finanzas.

Me ha sido revelado (aunque no quiera usar la voz pasiva), Me ha sido revelado que siempre tendré lo que necesito. Que no es lo mismo que lo que deseo, se me ha dicho. Hoy lo compruebo. Y doy gracias.

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Tal vez, y siempre lo pienso, sea una gran lección de humildad. Ya ni sé.

He despertado temprano, poco después de las cinco de la mañana. Me pregunto por qué (¿o para qué?) me ocurre todo esto que me ocurre. Este periodo así, de repente, en el que necesito de la ayuda de tantos. Tal vez sea miedo. Miedo y un poco de ansiedad. El sábado, después de ensayar, de ir a ver la obra musical en el museo, les he dicho a Dante y a Raira “amo a mis amigos”. Me han sostenido. Y me avergüenza. He pedido ayuda.

Siempre, en medio de todo, la discusión política, el análisis constante de una realidad que parece haber tocado otro de los extremos de la decadencia, un giro más en el mapa cartesiano de las miserias.

Me avergüenza usar el living de la casa de Laitan ahora. Tal vez haya despertado tan temprano por el estrés. Debo viajar más desde acá. Hago cuentas siempre, anoto todo lo que gasto. Me mudaré solo en menos de un mes. Pero antes, el paso por otro lugar, el sucucho. Y los gastos. Y lo que mínimo que debo tener para vivir solo. Y llegar a la conclusión de que todo se irá resolviendo, de que debo aplicar en mi vida la ley del menor esfuerzo. Aunque no pueda dejar de planear uno a uno mis movimientos.

La molestia constante en la garganta me preocupa.

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Debo sonreír menos en el taller de escritura. A veces pienso en dejar de ir durante un tiempo: si no escribo nada… Lo último que he enviado ha sido el cuento que me publicaron en la revistita aquella, y ni sé bien por qué lo hice. Se lo envié sólo a mi profesor. Y los demás se han enterado, y una me ha pedido que lo envíe, y lo he hecho. Pero no he logrado terminar otra historia. Y tampoco quiero apurarme. ¿Para qué? Soy muy poco prolífico. Gasto mucho tiempo escribiendo sobre mí. Me lleva mucho tiempo salir de estas líneas a la ficción. Voy y vuelvo. Me toma mucho tiempo la creación literaria. Y en todo este desbarajuste de vivienda, estando acompañado todo el tiempo, me es más difícil encontrar el momento.

Me justifico.

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Extraño escribir. Moría por sacar esa frase de mi cabeza. Extraño vivir solo. Ha sido un año de transición. He quedado resentido con Melania, y a cada pequeña ira durante el día, pienso en esas discusiones, en su miseria, y en que debí decirle lo asquerosa y repulsiva que me resulta su codicia. Me pregunto quién vive ahí ahora, quién soportará a su novio, a su perro, su piso de madera flotante que obligaba a los habitantes a escuchar cada paso adentro de la casa, y sus indicaciones constantes. Perra inmunda. Quisiera decírselo, que es una miserable, ventajera. Pero no lo haré, claro. Lo escribiré una y otra vez hasta que el trauma haya pasado.

Es sábado. Algo de molestia, porque he tenido que hacer el café dos veces. Desespero. Estoy, por ahora, en casa de Laitan. Luego iré al sucucho, y luego, por fin, al departamento que será mi hogar. Mi hogar. Dante, ya lo escribí antes, deja su departamento, y el dueño ha accedido a alquilármelo. Debo comprar cosas, muchas cosas, amoblarlo todo: una cama, una heladera. Tal vez algunos amigos me donen algo. Hago cuentas sin parar. Son muchos gastos.

No escribo. Laitan vive un poco más lejos de mi trabajo y debo pasar más tiempo viajando, debo salir más temprano. Me paso todo el día trabajando para poder vivir.

En medio de todo, siempre el odio a mi padre, a quien han nombrado en un buen cargo en Macondo. Ha pasado mucho tiempo desde aquel abandono, pero sigo pensando, viendo, a veces, cómo hizo de los otros, sus hijos, y de mí, uno de afuera. Y quiso resarcirlo con unas monedas, que debía mendigarle siempre, y que ahora parece que han lavado su conciencia.

Debo a escribir. Debo terminar alguna historia. Ahora Laitan duerme. Qué buenos amigos: me han hospedado durante varios días.

Debo estudiar la escena. Eso haré ahora, estudiar la escena que ensayaremos hoy con Dante y Raira.

Tengo un poco de miedo, un poco de ansiedad también. Debo ser cuidadoso con las compras que haga, con mis gastos. Épocas de austeridad. Austeridad para vivir solo. Y ni hablar de que el barrio donde me mudaré no es parecido a lo que yo he venido acostumbrado. Pero qué importa: viviré solo, estaré cerca del trabajo, cerca de mis actividades cotidianas. La vida se encargará de resolver los apuros, las necesidades. La cama, la mesa, la heladera…

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Hablar menos. Hablar poco. Esto quería escribir hace tiempo también. Ya podré dedicarme a escribir.

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Obsesionado con los asuntos de la mudanza. Hago cuentas sin parar. Intento planearlo todo. Aunque todavía falta. Falta todavía.

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Al final, me despierto temprano para escribir, y termino procrastinando. O se me pasa el tiempo entre beber los líquidos de la mañana, preparar el café, organizar aquí y allá. Entonces me fastidio. La ritinis, lo de siempre. ¿Para qué despertar tan temprano, si no voy a escribir ficción? Me la paso escribiendo estas líneas de las que no queda nada. Y ahora, el viaje largo hasta el trabajo. Ya va a pasar. ¿Por qué todo esto? Me enojo contra el destino, contra mis decisiones. Veo a las personas en otras latitudes: amigos, familiares en Australia, Estados Unidos, Canadá. ¿Por qué no elegí un mejor país? ¿Por qué no me fui antes? Acá es común escuchar a los argentinos decir: qué país de mierda. Y ahora, a mis casi treinta y tres, me veo atrasado, aunque feliz con lo que estoy por lograr, pero atrasado, y un poco frustrado. Me desespero. Sin el tiempo para escribir lo suficiente. Con un ensayo semanal. Queriendo dedicar mi vida al arte. Pero son momentos, son etapas, quiero creer. Se ha pasado tanto de la vida… Siento como si se me hubiese pasado la juventud, la veintena, en el intento de ser un actor, y al no haberlo logrado, entonces…

Como una visión de un yo empobrecido, venido a menos: tuve etapas en las que pude/tuve más. Y ahora he bajado de clase social, debo pagar todo yo, y quisiera vivir en otro lugar, en otro momento. Haber trabajado antes. Pero no lo hice, no me moví como debía. No sé qué hice. Fue un poco lo que sucedió, un poco lo que me pasó. Y ahora, vivir en un barrio de clase media baja, ir a trabajar a una oficina, cuando soy un artista. Por ahora, sigue la gira. No debo quejarme. Es sólo que veo en la televisión (maldita televisión) a la gente rica en el Central Park, y creía que para esta edad ya habría logrado mucho más. No lo digo con tristeza. O no con tanta como pareciera. Pero me percibo habiendo logrado menos. Observo. Me observo. Y describo lo que me pasa. No debo hacerme mucho caso. Ya pasará. Es una vorágine. Ya tendré el departamento solo. No importa la zona. Tendré un lugar para meterme a escribir. Para descansar, dormir. Bañarme. Y estudiar. Y viviré solo. Y ahí se acomodarán un poco las cosas. Es un año de transición. Y no importan los tiempos, debo decirme. No importa dónde estoy, puedo llegar a donde quiero, si tengo claro cuál es ese lugar. Aunque dude, aunque escriba esto y un miedo me agite el corazón de la pura bronca misma. Quiero irme a Londres, a Nueva York, y hacer dinero, y tener dinero, y vivir del arte, y actuar, y que me miren, y escribir, y que me lean, y vivir de eso. No importa cuándo, o eso me digo, eso quiero creer. No importa cuándo, mientras que llegue, y pueda vivirlo, disfrutarlo. Paciencia. Calma. Eso me ha dicho mamá: ten paciencia, hijo, calma.

Author: Anónimo Temporal

Empezaré por un diario de mi propósito de recuperarme del abuso a ciertas sustancias y al sexo. Contaré historias sobre mi vida. Si toda narrativa es ficción, esta es, entonces, la ficción de mis días, la ficción de mi vida.

5 thoughts on “Paciencia, hijo, calma”

  1. Con mi amiga Anita, acordamos que “perra vieja” es un buen nombre para alguien abusiva y desagradable, ojala te ayude nuestro consenso. Estoy recuperando mi buen humor, después de cuatro meses de luto con tanta violencia. Como siempre, disfruto de tus crisis. Abrazos.

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      1. Esa es una buena idea. Creo que deberíamos compartir más seguido nuestro arsenal y municiones para levantar la autoestima, la gente cree que puede hacer lo que le ronca. 🙂

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