Escribir ficción, escribir ficción, no escribir más estas líneas: estas líneas le roban tiempo a lo que yo realmente quiero, la ficción.
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Estoy eufórico, emocionado.
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Debo pagarle a Dickinson. Y a Dante. Aunque a Dante no lo he visto. Así que está bien. Pero a Dickinson lo vi ya un par de veces, y me he hecho el pelotudo.
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Que yo era inseguro, y que no tenía por qué serlo. Eso me dijo el cubano que conocí el sábado pasado. Y me gustó que lo haya dicho. “Soy de muchas partes de Cuba”, dijo.
Y que es la vida misma, me digo yo ahora a manera de consuelo, porque después de la euforia, un poco de culpa llega. Ayer, después de dormir ocho horas seguidas, porque mi casera, Melania, y su novio, Pirado, se han ido todo el día quién sabe a dónde y se han llevado con ellos a Ringo, el caniche ladrador; ayer, después de dormir, me fui a caminar, un poco volado por la hierba que el Universo me regaló, salí contento, di vueltas por las calles de Buenos Aires, y después, me comí una hamburguesa suculenta. Es la vida, y estoy viviendo, vuelvo a decirme. Me lo digo para no permitirme angustiarme con las cuestiones de la cotidianidad, la deuda con la empresa de medicina, el dinero, el tobillo, y hablar con Melania para que definitivamente lo ponga a Ringo a dormir todas las noches en la cocina. Pero por sobre todo eso, me digo que es la vida, que es parte del camino, parte del disfrutar, porque llega siempre la culpa, porque siento que fue un exceso, irme con el cubano a la casa de su amigo, y acceder a que me penetrara, aunque fuese unos segundos, porque no me sentía cómodo, y después me fui, me fui contento. Pero ahora lo veo un poco desprolijo todo. Y le propuse ir a un motel, pero por suerte no fuimos, porque si no hubiese gastado, y la culpa sería aún peor…
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Un dolor, a veces. Las obsesiones acerca de las situaciones ahí en la oficina. Mi soberbia, mi presencia, la gente, los jefes, los compañeros, los entrañables, las viboritas. El caleño que me invita a su casa, y después de un lunes con altibajos cotidianos, el caleño me permite desfogar mi furia adentro suyo, y de regreso, ya en el colectivo, después de saciarme de la carne del caleño, me entran unas ganas de llorar, y me llegan a la mente estas palabras: como si hubiera algo malo en mí, en mi forma de ser, algo que no agrada a los demás.
Obsesivo y paranoico. Y luego me quedo elucubrando, dándole vueltas a lo mismo. Y genero en mí rechazos profundos hacia las personas, me quejo. ¿Por qué veo esto o aquello en los demás? Me lleno de ira, quiero estallar. Pero me creo bueno, no quiero conflictos. Ser yo, pero no serlo. O enseñarme a ser. Como en la actuación también. Aprender a ser. Pero en este caso, domesticado por la oficina, aprender a ser en la oficina, con esa gente, aunque la gente sea sólo gente, sí, gente como uno, otros seres, una bola de energía que se crea a diario, y yo percibiendo todo desde afuera, como si no pudiera adaptarme a esos, a ellos, a esa gente tan normal, que hace cosas tan productivas, tan buenas en sus tareas, que sostienen eso, eso donde yo trabajo. Y no puedo irme. No es una opción. Al contrario. Aunque a veces, a veces me imagino dejándolo todo, yéndome, y que ellos sientan dolor, como una venganza, porque no les conviene buscar a otro, todo el proceso, no, pero vaya entorno. Hacen lo que pueden, caigo después, hacen lo que pueden.
Y que está bien, que estoy haciendo lo que puedo, eso me digo: “estás haciendo lo que puedes”, porque a veces siento que esto me avasalla, que la intensidad de mi sentir es más fuerte de lo que puedo soportar. No es así. Soy más fuerte yo. O eso y yo somos lo mismo tal vez. Y esta situación es un trampolín, un trampolín a las cosas que verdaderamente me harán feliz.
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Pienso muchísimas cosas al día, y cuando las pienso imagino cómo las escribiría, todo lo que veo me parece literario, posible de llevar al arte. Sublimo, tal vez. Pero, ¿no es mejor sublimar la vida, darle trascendencia, quiero decir? No lo sé.
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He llegado a la conclusión de que debo ser más serio en la oficina, más tranquilo, darle menos importancia a todo (sobre todo esto), y ser más serio, menos participativo, en la oficina, digo, porque soy intenso, eso me ha dicho el chico lindo el otro día, el chico lindo, que no me gusta, pero que es lindo. Los chicos, la gente, otra vez la gente, el recuerdo de verlos a ellos, haciendo cosas.
Despertar. El café, la oscuridad de un invierno que todavía por suerte no llega. Otra vez, la temperatura amenaza con bajar. Y yo sin ropa de frío. Ya me las arreglaré. No debe ser saludable preocuparse desde tan tempranas horas.
Sí, ser más serio, menos… menos amable. Si pudiera, si tuviera dinero… ¿Entonces qué? Entonces no trabajaría. Pero no debo renegar (¡no reniegues!). Que sea lo que Dios quiera. Tal vez no sea tan grave. Tal vez yo exagere en mi sentir, tal vez sienta un poco de más, sí.
Es una linda vida, me digo. Ya podré viajar, ya podré irme de viaje, y valdrá la pena todo ese encierro, todo ese hacinamiento en la oficina.
Y el llanto llega porque pienso que imaginé otra vida, en escenarios, en sets de televisión, de cine, y vivir de eso, hacer dinero de eso. Hoy amanecí un poco más corto de palabras. Sólo puedo imaginar el objetivo de estar más tranquilo, más calmado, empezar a obviar y limitar cada vez más el contacto con las víboras. Y falta la víbora mayor. Tengo miedo. Se vienen cuatro días de descanso: un feriado largo. Estoy obligado a resistir. Debo pagar mi vida, pagar mis deudas.
Cuatro días. Cuatro días en los que debo aprovechar para sentarme a escribir: la obra y los cuentos. Hacer ejercicio. Relajarme en las letras, en la tranquilidad de la vida de casa. El artista que crea, que dedica tiempo a equivocarse, al error, a la prueba, a la creación.
Esa deuda que debo pagar aniquila del todo la posibilidad de enloquecerme como lo quería hacer: no puedo gastar dinero de más en locuras. Igual, si no tuviera la deuda, necesito cosas, comprar ropa por ejemplo: no es cuestión de ir despilfarrando.
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Las miserias de las víboras. No es odio, no. No usemos esa palabra tan fuerte. Pero sí resentimiento. Y aunque me dé culpa, debo aceptarlo primero. Aceptar que hay un profundo desprecio por sus formas, sus maneras, y por el entorno en general que se construye en ese universo, la oficina. La oficina y sus empleados.
Sí, sueño con dejarles todo tirado. Ya van a conseguir a otro, obvio. Pero quedarán con el trauma del chico que estuvo por tan poco tiempo. Como una venganza. Una venganza que no va a ocurrir, porque debo esmerarme para ganar mi sueldo y vivir bien.
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Escribo, escribo y escribo estas líneas, y después me cuesta seleccionar qué publico en el blog. Son repetitivas, y a veces muy poco cósicas, más idéicas.
Los temas son los de siempre: el perro que ladró en la madrugada, la oficina, no actuar. Este último me viene doliendo desde hace unos días. Empiezo a verme como un artista frustrado. Y no sé bien hacia dónde encaminar mis deseos de arte.
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Viernes. Despierto triste. No quiero ir a ese lugar, me digo. No quiero ir a trabajar. Voy al baño. Mientras descargo la vejiga, unas lágrimas. Contemplo la posibilidad de cambiar. Pero ¿hacer qué? Podría buscar, sí. No es tanto el trabajo en sí, las tareas: es la gente. Y gente va a haber en todas partes. Venía muy mal acostumbrado yo a la vida de escritorcillo, de actorsillo desempleado, a que nadie me hinchara las pelotas. No conocía la burocracia de las oficinas, los estados de ánimo tan cambiantes, las miserias cotidianas de la vida en esos micromundos. Y mi jefa, y mi deseo de sublevarme, de no ser un subordinado, de que no me jodan la vida con pedidos de esto y de aquello.
Si tan solo obtuviera una respuesta. O una guía, mejor. Algo que me confirmara que esto será pasajero. Aunque ya lo sé, sé que lo es. Algo que me dijera: ten paciencia, se cumplirán tus sueños, se cumplirán.
La idea de la estabilidad, y el tobillo como ejemplo clave del asunto: ando rengo. Ya el próximo viernes tal vez pague la deuda que tengo y pueda acceder pronto al servicio de salud. Con pronto me refiero a un par de semanas tal vez.
Siento que el tobillo lesionado me saca un montón de energía, que todavía no me adapto a esta vida. Sí, tal vez sea el tobillo, como si dispusiera demasiada energía en ese trabajo, y el día no me alcanzara para nada más. Eso, más la deuda, y no poder aún disponer entonces del sueldo completo, porque debo destinar una parte a eso, a la deuda…
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¡He hablado por fin con Melania! Ringo, el caniche ladrador, dormirá definitivamente en la cocina. Ha sido una linda noche: he podido dormir de corrido. ¡Siete horas! Hasta que desperté, y entonces ha llegado toda esta angustia, toda esta ira.
Cómo restarle peso al trabajo, a esa oficina, a lo que ahí ocurre. Que le “meta quinta”, así me ha dicho la gordita superada de mi jefa.
Atrapado, así me siento, con la libertad coartada, porque dependo ahora para vivir de ese dinero, de esos beneficios, y me duele. Agradezco, sí. Pero me duele. Porque no quiero estar ahí. Y a medida que veo la importancia que le ponen a lo que hacen, baja en mí el deseo, o la importancia que le doy yo a ese trabajo, a esos objetivos.
Y el ego: la gorda es profesora, es viajada, es tan segura de sí misma, tan poco conflictuada, tan directa en sus formas, es jefa. Gorda de mierda. Y mi ego, el mío, claro, ofendido y resentido porque compite tal vez con esas mil barreras que pone la pobre gorda herida para subsistir.
Explicame algo, si puedes? En realidad la promiscuidad es incontrolable? Abrazos, como siempre disfruto leerte y aprender contigo.
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Qué bien que de tu lectura de estas líneas algo puedas aprender, Meatov. Un abrazote de martes feriado.
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