La rutina, la cotidianidad. Despertarse, el hielo para el tobillo lesionado, la meditación, el café y estas líneas que apuro, que escribo mirando el reloj, no vaya a ser que me agarre el tiempo, y debo bañarme aún, vestirme y seguir con el día, el día que apenas empieza.
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Deben pasar tres semanas antes del gran feriado que tanto espero. Debe pasar el mes entero. No está mal, debo animarme, no está mal pasar los días en una oficina, es mejor que otros oficios, mejor que otras opciones. Mi jefa al lado, su impronta. Hoy en la meditación escuché una reflexión: recordar mi intención más profunda, cuál es, y moverse con base en eso.
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Escribir por escribir. Por el placer de hacerlo. Todas las mañanas, con el café cerca, recién despierto, como una rutina que me mantiene la mano caliente, me recuerda la vocación.
Los temas del momento: mi jefa, el cuento que corrijo y el tobillo.
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Un poco desorbitado, sí, un poco abrumado, preocupado tal vez. Supongo que los trabajos son así, que los tiempos son así. Se acerca el otoño, ya percibo el frío.
Tengo miedo, es eso. Pero es normal, es cuestión de identificarlo, trabajarlo; siempre concluyo lo mismo, escribo lo mismo.
Y la vivienda, compartir el departamento, vivir en casa de otra persona. Vaya si son cambios fuertes. Lo importante es adaptarme y cuidar lo más posible de mí, de mis intenciones, prioridades e intereses.
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Anoche no salí a cenar. Melania me ha preguntado esta mañana por qué. He tenido un ataque de soberbia, de ira, a causa de la música que Pirado, el novio de Melania, hizo sonar un rato después de que yo llegase agotado de trabajar. Mi idea de viernes en la noche era tomar una siesta, hacer ejercicio, luego ducharme y cenar. Pero sin la siesta, todo lo demás se modificó, porque estaba demasiado cansado para ejercitarme, no tuve apetito, y me quedé encerrado en mi habitación: tomé media pastillita para dormir, y listo.
Debo hablar con Melania, debo pedirle por favor que no ponga música a alto volumen, debo decirle que cuando estoy en casa, estoy durmiendo o escribiendo. Entre otras cosas, claro. Pero no es justo que, si compartimos departamento, ella limite mis posibilidades de descanso. Ni siquiera ella: su novio. Y de la ira, de la pura ira, no quise salir. No miento bien. Soy actor, sí. Pero eso es otra cosa. Eso no es mentir. Y no puedo fingir buen ánimo tan fácilmente. Temía que se me notase que estaba enojado o triste. O angustiado. Así que preferí quedarme en mi cuarto. Y acostarme a dormir.
El ruido de la música me habrá fastidiado unos 45 minutos, una hora, tal vez. No más. Y debo decir que nunca han hecho ruido después de las nueve o nueve y media de la noche. Pero ya para cuando quisieron sacar el rock que tanto me atormentaba, ya yo no había dormido, y era tarde para todo: sólo me quedaban ganas de dormir, así mejoraba mi energía.
“Si hubiera sabido –pensaba-, si hubiera sabido…”.
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Domingo lluvioso en Buenos Aires. Escribir, escribirlo todo, cada pensamiento, cada situación, como si escribiendo se me llenara el mundo de fantasía, y eso hiciera más divertido mi pasar, como si cada sensación o cada parte de mi historia se viera realzada a causa de estas letras que escribo a diario.
¿Al final qué queda? La pregunta sobre el sentido me viene dando vueltas, y ayer, de nuevo, desahogué estas sensaciones en la charla con Raira, sentados a la mesa, con una pizza de muzzarella y un porrón de cerveza.
Nos habíamos reunido antes con Dante también, y leímos una parte de la obra que planeamos. Todavía no termino la segunda mitad del texto. El proyecto, al fin, parece estar en marcha.
Las generaciones pasadas, de dónde venimos, qué venimos a aprender, y por qué, cuál es la causa de toda esta energía. Aunque tal vez no importe o importe muy poco saber por qué. ¿Y para qué? ¿Cuál es el fin? ¿La trascendencia, la iluminación? Lecciones, tareas, aprendizajes. “Mi religión es la amabilidad”, dice la mujer cuyas meditaciones sigo.
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Las cosas mejoran. Creo que hablaré con Melania, que le diré, le pediré por favor que no ponga música a alto volumen en las tardes noches, porque necesito descansar cuando llego a casa. Temo a su reacción, temo al conflicto. Pero más temo a que se presente de nuevo el momento, y yo quiera dormir una siesta, y Pirado ponga su tan amado rock and roll.
Pirado me observa. Es acelerado, no oculta la ansiedad cuando le llega. Es un rockero, un rockero de pura cepa.
Pasa aquí más tiempo de lo que pensé, de lo que me anunció Melina. Pero es buen tipo. Aunque me observa: cortaba yo el budín en la mesada, y me doy vuelta, y él me miraba, me miran los dos, algo muy rápido, muy pasajero. ¿Por qué me miran? Y ahí les hablé, les dije algo, empezó la charla, y todo anda bien. Nos descubrimos, quiero creer. Soy un buen tipo, querido Pira. Pero he juntado ya algunas mañas de escritorsillo de más de 30. ¿Resumidas? Tranquilidad, silencio y limpieza. ¡Ah! ¡Con esas tres, una linda convivencia!
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Extraño el sexo, el contacto físico, extraño el amor. También extraño las jodas locas, las pastillitas, los hombres encueros, y el erotismo desbordado. Pero por ahora debo mantenerme alejado. Esas fiestas me causaban luego niveles de culpa insoportables. Ahora soy otro, me digo. Me digo y pienso que quién sabe, que por qué no, que en algún momento tal vez me drogue, tal vez pueda manejarlo. Pero ahora no. Por ahora no.
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Lunes. Insomnio. Vengo pensando esas dos palabras desde hace un par de horas, mientras daba vueltas en la cama. Desperté a las cinco para ir al baño, y no pude dormir más. El otoño se acerca, si no ha llegado ya. Mi mal humor tiene que ver con el novio de mi casera, Pirado, que vive acá metido, y eso no me lo anunció ella, y no es que él me moleste, me cae muy bien, pero me violenta que ella no me lo haya dicho: una cosa es un par de noches a la semana, y otra cinco o seis. Ella me dijo que compartiría el departamento con ella, no con ella y con su novio. En todo caso, yo necesitaba urgente mudarme, y esto ha sido lo que he encontrado, y no debo quejarme tanto, no debo fastidiarme: ver el vaso medio lleno. Tal vez sea cuestión de tiempo. Tal vez sea una temporada. Si vuelven a poner la música alta, me digo, les diré en el acto que por favor la bajen. No he sido capaz de decírselo a ella cuando la he visto sola. Quiero buscar la manera menos conflictiva.
¿Cuándo podré vivir solo de nuevo? ¿Cuándo estaré cómodo, en paz? ¿Debería buscar otro piso compartido? No soporto que ese tipo viva aquí metido. Me llena de ira. No es lo mismo compartir sólo con una chica que con una pareja. Cocinan siempre por la noche. De cuatro a cinco días por semana. En todo caso, tampoco es fácil conseguir otro lugar. Si busco, me he dicho, si me cambio, ya que sea para vivir solo de nuevo.
Mi mal humor también tiene que ver con recrear en mi mente las situaciones por las que se ha convertido en persona no grata la chica un tanto inmadura que hace las veces de mi jefa en mi trabajo.
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Dicen que debo documentarlo, eso leí en Internet. No es mi sensibilidad: estoy seguro. Tampoco puedo asegurar aún qué tan grave es o será el caso. Escribiré un diario, y lo dejaré documentado, sí. No sé si deba hablar con ella ahora: estoy en periodo de prueba, y ella tiene poder sobre eso. Pero dicen también, en las páginas de Internet que estuve leyendo, que conviene confrontar, no asumir que las cosas van a mejorar.
Creo que mi jefa me maltrata y es una bullier. Si bien no es grave, me ha hablado de muy mala manera ayer, frente a un compañero de ella, que se ha reído cuando mi jefa me ordenó algo con un tono imperativo que rozó lo violentó. “¡Dame ese catálogo, dame ese catálogo!”. Me tomó por sorpresa. Después leí que es normal no saber cómo reaccionar. Más en personas como yo, educadas para ser amables. Dicen que los bulliers toman a una o a dos personas en particular, con determinadas características, y las hacen sus víctimas. Dicen que el bullier se suele ver amenazado, tal vez, por las cualidades de la persona contra la cual ejerce su bombardeo.
He empezado a anotar las veces en las que me ha hecho sentir mal. No sé si deba hablarlo ahora, no sé si sea contraproducente. No sé si me convenga esperar los tres meses de prueba. Lo cierto es que una próxima así no se la dejaré pasar.
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Empecé a llevar un registro. Tal vez me esté adelantando, tal vez sea demasiado sensible, y tal vez esté sobredimensionando. Tal vez. Pero tal vez no. Hoy me preguntó por mi núcleo familiar. Creo que se ha pensado que no tengo contacto con mis padres. Quiso conocerme más, supongo. Mujer de cuidado.
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Es mi labor como artista observar, mirar, percibir, descubrir, descifrar, encontrar y ver donde otros no ven, o hacer visible eso que otros ven y no hablan, recordar, y de ahí, de toda esa exploración, nutrirme y nutrir mis textos y mis personajes, tanto los de las historias que escribo, como los que actúo.
Intuyo, igual, y veo en mí mucho ego todavía, narcicismo: como si por tener estas habilidades fuera superior, eso tiendo a creer. Soy un canal, sólo un canal. Me he convencido.
Escribo esto porque los veo a todos en la oficina, sus cuerpos, sus vidas, sus actitudes. Y como todas las otras veces cuando he estado en contacto con gente a diario, con la misma gente todos los días y con los traumas en sus cuerpos, en sus miradas, en sus tratos, y yo, yo ahí, mi ego, mi cuerpo, mi alma, creyendo esto y lo otro, creyéndome del lado de los buenos, de los buena gente.
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Ha llegado el frío. Aunque, como siempre, el calor no se habrá ido del todo, supongo. No tengo ropa de invierno para ir a trabajar. Y todavía no me pagan, e incluso cuando lo hagan no podré comprar de golpe todo lo que quisiera. Pero tengo lo que necesito, me digo. Paciencia. De a poco. Voy aprendiendo.
Los demás, lo que piensan y lo que hacen. No es que no importe. Porque influye. Pero hay un punto en el que uno decide y controla sus emociones.
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¿Por qué me ha preguntado ayer More, mi jefa, sobre mi núcleo familiar? Mi amiga ecuatoriana, Luna, me dice que puede ser que mi jefa sea “bicha”. Mi prima que vive en Australia me dice que los jefes cuanto más jóvenes, peores son.
Podría escribir una diatriba, soltar mi ira a través de las letras, destruirla un poco, así la rebajo a un renacuajo inseguro, y me posiciono yo. En el fondo, tengo miedo: eso es lo que debo reconocer. Miedo a no conservar el trabajo, a vivir más situaciones desagradables: no quiero conflictos, necesito estabilidad y tranquilidad. ¿O acaso siempre hay una piedra en el zapato?
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Escribo ahora un cuento con la misma cadencia de otro que empecé y terminé en Macondo, una especie de verso, que no sé si conviene usar dos veces, o en dos cuentos, quiero decir.
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Sábado. Algo de resaca. Café y budín. Café guatemalteco que le he agarrado a escondidas a Melania, mi compañera de piso, porque mi café se ha terminado.
Extraño la ayuda de mi terapeuta. Extraño ir todas las semanas, como hace unos seis años ya. Sería de gran ayuda para asumir esas situaciones en la oficina, donde, al parecer, hay varias arpías, muchas máscaras y los egos de siempre, purgando tristes, como pequeños demonios, sin saber que dan vueltas en una rueda en la que, al tiempo, exponen sus miserias. Secretitos por detrás (¡arpías!), risotadas de la nada entre un par que se comunican, intuyo, a través del chat. Cosas así. Y yo, a prueba; yo, el nuevo, el evaluado.
Y Melania que sigue trayendo a su novio a casa de cuatro a cinco días a la semana. Y ayer, nuevamente, han puesto música, y no he sido capaz de decirles que la bajaran, porque igual yo saldría de casa en unos minutos. Pero si no hubieran puesto la música tal vez hubiera dormido una siesta, así fuese corta, y con esa música de mierda, me fue imposible. Un fresquito sentí cuando llegué, después de las 4, y Ringo, el perrito terrible, se vino ladrando a un volumen infernal. No se trata de entrar en una guerra de hacernos ruidos, pensé después. Tampoco hice nada para que el cachorro ladre. Suelo ser tranquilo, intentar que me escuchen lo menos posible. Es como una transición eterna, como si no llegase aún la paz.