Esta necesidad de escribirlo todo, todo lo que me pasa. Y la contradicción de cuándo escribir ficción. Ayer veía Maudie, la película. Y aunque al final, cuando muestran imágenes de los verdaderos personajes, pude notar cuán adornado lo hacen los productores o los realizadores del gran cine, la película me hizo reflexionar sobre aquello de dedicarse todo el día a hacer arte. Cosa que he hecho por temporadas, siempre con la angustia de sentir que hago cosas que no valen la pena, y que debo ponerme en algún momento a conseguir dinero. Hoy, por ejemplo y para no ir más lejos. Hoy es domingo, y por eso me doy cierto permiso para saltar de archivo en archivo y escribir una cosa aquí, y otra cosa allá. También porque no anda el internet. Entonces no puedo buscar trabajo en esas páginas, a las que no he entrado desde hace unos días. Me doy permiso, sin tanta culpa. Y digo “tanta”, porque algo de angustia siempre hay igual. Siempre lo escribo, siempre pensando en la estabilidad.
Pero volviendo a la película: cuánto he deseado eso, simplemente dedicarme al arte. Pero en los momentos en los que lo he hecho, cuánta presión y cuán difícil enfocarse todo el tiempo en el oficio, como Maud, por ejemplo, que en algún momento (sí, después y a pesar de muchos tormentos) se dedicó a pintar todo el día, todos los días. Yo viviría actuando, con proyectos de teatro y tele, y escribiendo mis historias.
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El cuento para el taller, el cuento para el taller, el cuento para el taller…
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Despierto. Lunes. Creo que me ha despertado un baldazo de agua del encargado en la vereda (¿en la “acera”? En Macondo decimos acera). Escribo. Qué placer dedicarme sólo a escribir y a escribir. La falta de internet es propicia para eso. Por supuesto, debo buscar trabajo. Pero necesito el internet. Así que la tengo fácil para la escritura hoy. Esto no quiere decir que me avoque del todo a los cuentos. Estas líneas siempre están, estos pensamientos y esta narración de mi mente, que de repente empieza a dictarme cosas, una cosa y la otra, y no para hasta que… quién sabe, hasta que me canso. Porque me canso, sí, un poco me canso.
Y los demás, pienso en los demás, en lo que hacen los demás, los pensamientos de los demás.
Me baño, porque la marihuana me ha dado frío, recuerdo que tengo el álbum blanco de los Beatles grabado en el ordenador, me baño, me visto, me fumo un par de pitadas más, me lavo los dientes, y me voy a dar un paseo, con los audífonos en los oídos, conectados al celular, salgo a caminar por los parques, a ver el día, el cielo azul, y cuantos hombres, veo a los hombres, pienso en los hombres, en que quiero un amante, “conseguiré un amante”, me he dicho. He comprado facturas (panes dulces) antes de llegar a casa. Y ahora como y bebo café, mientras espero a que el dueño del departamento llegue para arreglar el temita del internet.
No me gusta ver tan constantemente al dueño del departamento, espero no necesitarlo más en unos buenos días.
Las fiestas, ¿qué haré en las fiestas? Me preocupa, mi soledad y la gente de fiesta, qué debería hacer. Si me voy a otro lado, lo mismo da. Igual no puedo gastar, y necesitaría lo mismo que aquí, pero en otro lado. No, mejor no. Qué haré entonces para esas fechas. Me quedaré solo aquí, escribiendo. Me prepararé alguna cosa, alguna receta, y tomaré vino, y pondré música.
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El orden, la cadencia de las palabras, y cómo esto es funcional al contenido, o más bien cómo esto hace parte del contenido.
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¡He enviado otro cuento al taller! Me han entrado serias dudas después. Ya. Lo he enviado. Me he arrepentido después. Pero si uno no se expone, no mejora. Para esos son los talleres, me consuelo, para trabajar.
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Un poco me asusté. Pero ni tanto. No llevaba ni un peso en el bolsillo, ni el celular siquiera. Nada. El tipo, un joven de estos que acá podríamos llamar “villeros” (aunque vaya a saber uno si él es realmente de una villa o no), el joven jugaba a algo en el semáforo de la avenida. Y yo venía corriendo, ejercitándome, como suelo hacerlo a veces en las noches porteñas (he querido salir temprano en la mañana, a eso de las 7, pero no he logrado despertarme). Estuve a punto de hacer contacto visual, después de que él se hiciera un chiste para sí mismo, con esa apertura avasallante de loquito cómico. Pero le saqué la mirada, seguí en lo mío, en mi corrida. Y entonces, cuando me acercaba a él, el tipo: “eh, loco, dame toda la plata, dale, dame todo”, y agarró el palo con el que jugaba, hizo como si fuera un arma, y yo un poco me alejé, intenté incluso subir la velocidad, pero no me impactó: no traía nada de valor, qué me iba a hacer, había autos de policías dando vueltas, y noté enseguida, de inmediato, que jugaba con un palo; apenas intenté alejarme, él se rio: “ahhh, ehhh”, y se rio, y yo seguí tranquilo, medio me sonreí, sin ninguna sensación, o con un poco de bronca, tal vez, no sé si con él, con un poco de vergüenza, porque a lo mejor alguno en un auto había visto. Llegué al semáforo, cerca de donde él estaba, y me agarró en rojo, y me quedé tranquilo, sin miedo. Porque no tuve miedo, si no ese mismo pesar por saber (sin analizarlo bien con palabras en ese momento) que es violencia sistémica que se devuelve. Deseé, más tarde, haber hecho un contacto visual más próximo después de su chiste, quise haberlo mirado a los ojos, para expresarle que no le tenía miedo, que no me había asustado como él creía, que yo no tenía dinero conmigo, que si me hacía algo, se iba a meter en un problema con tanto policía dando vuelta, o que tan solo, no me había asustado, como él había creído, y que lo entendía, o que intentaba entenderlo, empatizar, porque sí.
Seguí corriendo, y me llegó el pensamiento de que soy yo, de que algo en mí atrae este tipo de sucesos, pero recordé enseguida que a mi amiga Raira un tipo intentó escupirla el otro día, cuando venía a casa. Y ella me lo dijo sorprendida, violentada, pero divertida, con ligereza de cantante bien entrenada, pero humilde, laxa, con su inteligencia relajada, innata.