No me gusta que, en una reunión, una pareja se hable entre ella con frecuencia y me dejen afuera: me hace sentir paranoico, desconfiar. Mi primo, ayer. Adela, hoy. Maduremos un poco.
Otro título: Adiós, Adela. ¿Qué le pasa a esa mujer? Está desubicada en su lugar hacia mí y no encuentro manera más que el silencio para responderle, así se ponga histérica. Lo siento. Me ha involucrado en un proyecto en el que… sí, le quiero ayudar. Pero no pienso soportar su actitud de jefe. “Muy bien, así me gusta”, me dijo hoy. Me trató como un esclavo del que quiere obtener un beneficio. El esclavo se subleva y ella lo nota. “Pero por qué no te vas un poco a la mierda”, quiero decirle. Quiere comprar el amor que se ha llevado su ofensa constante. Olvídate.
Escribo desde el apartamento de mi primo, en Bogotá, sobre un colchón inflable (no le han llegado los muebles). Escribo en una visita relámpago a esta ciudad, cuyo ciclo estoy cerrando. Cerrar el ciclo incluye despedirme también de ese maltrato (inconsciente, pero maltrato) con el que Adela intenta (¿inconscientemente, será?) beneficiarse de mis conocimientos, pero en lugar de ser humilde y tomar el lugar de quien pide asesoría a alguien, lo hace desde el lugar de quien subordina o manda. Me da pesar, tiene mucho talento y seguramente sus proyectos serán magníficos, tiene intuición, y es una artista. Me da pesar, incluso culpa (esto último sospecho que busca provocarlo ella, pero aquí estoy haciendo una suposición), porque la quiero, sí. Pero (siempre pero) no sabe liderar, porque tiene el ego inflado como un pochoclo, y su trato hacia mí es poco humilde. Yo me he dado cuenta de esto, y mi percepción de mis talentos y de mi preparación ha transmutado.