La amiga de mamá, el esposo de la tía, los primos de mamá, todos aquí… la homofobia, el machismo, la opresión, sus vidas, como en la alegoría de la caverna de Platón, permanecen tan encadenados, tan a oscuras sin saberlo. Y yo, viendo todo, con estos ojos míos, me pregunto, pido al cielo: “dame luz”, no creerme el cuento, no tocar techo, seguir en el aprendizaje, en las preguntas siempre, en la humildad, eso: humildad. Ahora no sólo hablo de ellos, los costeños machistas carnavaleros, sino de los amigos en este país, amigos que cada vez lo son menos. O eso me digo a veces. Adela, por ejemplo, y su ego aplastante.
Es sábado en la noche. Silvio y Pablo, en el parlante. Llovió. Pero el calor me atraviesa aún. Mejor: me siento afortunado de no tiritar en la caja de fósforos donde he pasado los dos últimos años en Bogotá, esa ciudad puerca, capital de este país bastardo donde nací. Pero ahora soy feliz. Soy feliz porque mamá ha estado contenta estos días. Hoy, por ejemplo, disfruté de verla cantar mientras ella corría las mesedoras en el balcón no fuera a ser que se mojaran con el agua de lluvia. Pienso entonces que reside allí, en la sonrisa de mamá, el propósito de este paso por el caribe, un caribe que me duele, un caribe reprimido y represor, un caribe del que tanto anhelo huir.