Camino por la quince. Ya no me gusta. No sé si me gustó alguna vez. El humo de los camiones. El round point en la cien. Los trancones que se arman ahí. Y en todo el camino hasta la biblioteca, que me hago bien rápido, volando, por si alguien se quiere meter conmigo, cuando me vea la velocidad que llevo, se arrepienta, y diga “este es bravo”, o “este va muy rápido”, o “es muy avispado, no se sabe con qué puede salir”. Me he fumado mis pitaditas. Me lavé bien los dientes y me eché buen perfume: no vaya a ser que los porteros sospechen que vivo volado. Aunque cuando salí estaba el más tranquilo. Hay uno que, también buena gente, es más vivaracho y me hace bromas cuando llego borracho después de mis noches de juerga. Siempre, las dos navidades que he pasado en esta ciudad, el portero avivado me ha pedido regalos. Pero no le he dado nada. Entonces la relación ha quedado un poco frágil. Y no me gusta que sepa de mi vida, o mejor dicho, no me gusta que me sientan olor a marihuana. Pero no estaba el portero pesado, estaba el otro, el tranqui. Igual voy careta. O ni tanto. No me eché gotas: hacen que me ardan demasiado los ojos. Voy rápido, y miro todo. Tal vez desde afuera, si alguien me ve a mí mirando todo cómo lo miro, como si fuera la primera vez, parezco un turista. Pero nada más alejado, he visto esas mismas calles una y otra vez. Miro. De la quince, me subo a la once. Paro en una librería, en lo de la amiga de una amiga, busco revistas que publiquen cuentos. Un editor de una revista muy reconocida me ha dicho que en mis cuentos manipulo a los personajes como marionetas y que no dejo que hagan lo que ellos quieran. Ya estoy sudado, todo transpirado. Luego, en la biblioteca, me entregan Crimen y castigo. Ya tengo un libro y una revista. Emprendo el camino de regreso. También caminando. Así rapidito. Aunque con menos garbo, porque ya han pasado las doce del día y no le he metido comida al buche. Pero todavía no es hora de comer, no. Ni quiero. Estoy a dieta.