He terminado dos cuentos nuevos. ¡Aleluya! Ahora debo corregirlos. Es la parte que menos disfruto. Si bien encuentro cierta dificultad (siempre) en el borrador, sentarse a corregir es lo aburrido del paseo. (“¡Deje de quejarse y escriba!”).
Mentí: le dije a mi amiga Adela que viajaría a la costa el fin de semana pasado. Pensé en ir, sí. Pero al final no porque el precio de los pasajes aumentó. Igual le dije que me iba: sé que el marido está de viaje, así que ella organizaría planes. Y no quiero salir ni gastar.
El fin de semana, cuando le anunciaba mi partida falsa, le dije que a mi regreso fuéramos a ver la obra de una amiga, una obra en la que trabajé como asistente hace un tiempo y ahora la reponen. Yo no quise participar de nuevo en la obra: la directora y su forma vertical de organizar el grupo fue motivo de sufrimiento, su manera de dirigir iba en contraposición a lo que yo venía acostumbrado. Además, el dinero que se gana es poco. Y tuve que lidiar también con egos de actorsillos que se creen Meryl Streep o Matt Damon, cuando no disponen de la mitad de la formación, técnica y observación que los buenos de verdad. Pero como han salido en novelas, han gozado de popularidad… algunos más, otros no tanto. Se encuentra gente muy linda también. Pero es lo menos. Y yo soy actor y quiero trabajar de eso. No me suma ya ser el asistente de gente que no admiro.
En Bogotá vivo la contradicción de despreciar lo que se produce, pero al mismo tiempo querer entrar, trabajar: ya estoy aquí y lo necesito. ¡Pero cuánta ignorancia! La sabiduría requiere de humildad para reconocer que uno no sabe y tener la actitud de aprender. Es triste y violento ver a las personas tocar su techo y pavonearse de eso. En fin, la televisión y la mayoría de piezas teatrales aquí dan cuenta de la poca escuela actoral que tienen los colombianos. Hay mucho talento, sí, mucha energía, una gran intuición, y un rejunte de métodos de aquí y de allá. Hasta en esto se nos nota lo bastardos, en nuestra ficción pobre y mal hecha. Y el mercantilismo termina de arruinarlo todo. Pero las estrellas son las estrellas. Se alaban unos a otros, como si de verdad hicieran gran cosa. Ahí entra la importancia de la mirada, de desde dónde y cómo se mire todo, de cuán formada esté, de cuánto se quiera ver.
Adela, mi amiga actriz, me ha preguntado ayer, martes, cómo iban las cosas en la costa. Me habló vía whatsapp, con mensajes de voz incluidos. Le digo que fenómeno. Miento, no estoy en la costa, estoy en mi apartamento, en Bogotá, escribiendo, viendo la lluvia, tranquilo, porque no tengo que lidiar con el malestar de negarme en caso de que ella me propusiera ir a algún evento. Le cuento que mi abuelo es un ente (palabras de mi madre). Le digo que regreso el miércoles. Me habla sobre la nueva producción en la que trabaja, una serie de afuera, me dice que tratan muy bien a los actores. Le pregunto si hago una reserva para ir juntos a ver la obra el jueves. Hace rato que no veo a Adela, pienso. Sé que necesita compañía. No responde. Veo unas llamadas de un número privado. Ella usa número privado. Le pregunto que si me ha llamado. No responde. Adela, como muchos otros, usa la no respuesta como mecanismo de poder. Sabe que me molesta, con lo cual desconfío de una presunta inocencia. Sobre todo si uno lanza dos preguntas seguidas. Y bueno, la conozco. Sé que siempre está conectada, posteando, revisando. Ya aparecerá. Cuando está libre, se aburre con facilidad y se vuelve un tormento al punto de hacerme sentir culpable si no la acompaño a sus planes. Pero cuando está ocupada, se hace la importante y no contesta. Como niña chiquita. Yo la quiero. Mucho. Pero el amor a veces funciona mejor a distancia.
Adela y sus actitudes hacen parte del combo Bogota City, del acercamiento a las miserias. Tal vez deba tomarme este paso por aquí como un experimento antropológico. Y confiar. En que las cosas cambian. Y si ya me alejé antes, podré alejarme después.
Nota:
He aquí una combinación que disfruto (sobre todo después de hacer ejercicio): una o dos tazas de avena con canela, un café negro bien fuerte, y un porro. La máquina, por supuesto, siempre lista: no vaya a ser que se me pierda un pedazo de la historia, de mi historia.