
Mi primo propuso que pasáramos la noche del 24 de diciembre con unos amigos suyos, una familia que fue vecina de él en la costa hace varios años. De chico, después del colegio, todas las tardes, yo iba donde mi tía y mis primos. Mis primos y yo estudiábamos en el mismo colegio, así que yo almorzaba allí, en casa de ellos, y me quedaba toda la tarde hasta que mamá pasaba a buscarme. En las tardes jugábamos con los niños del conjunto. Entre esos estaban los hermanos Laisa, Daira y Denio. Denio, el menor, tendría apenas unos cinco años cuando lo dejé de ver. En esta temporada en que coincidimos con mi primo en Bogotá, yo había visto a Laisa y a Daira, porque ellos ahora viven acá también. Pero no había visto a Denio. Había dejado a un niño. Supuse que estaría en la celebración de Navidad, así que me causaba curiosidad ver al hombre de más de veinte ahora.
Odié el plan de mi primo: la casa de los padres de estos chicos queda pasando un pueblo en la montaña, un pueblo que se llama La Calera, a una media hora de Bogotá. Yo había asumido que la reunión sería en Bogotá y no arriba, porque los tres chicos viven en departamentos diferentes abajo, en la ciudad. Pero no: sería en casa de los padres. Enseñanza número uno: no asumas, pregunta. La noche anterior al 24 mi primo me envió un mensaje diciendo que debíamos tomar un bus para subir a La Calera. No desistí, le dije que averiguara bien. El 24, mientras almorzaba con mi amiga Áspora, ella me preguntó cómo mi primo y yo regresaríamos a Bogotá luego de pasar la Nochebuena en la montaña. Yo no tenía idea. Mensajeé a mi primo. Él tampoco sabía. “Aventuremos juntos”, me escribió. Él estaba contento con la idea: claro, son sus amigos. Nos tendríamos que quedar a dormir, supuse enseguida. Enseñanza número dos: decir no.
Subimos en bus. Era un conjunto enorme, de casas grandes. “No me gusta sentirme así -pensaba-. No me gusta llegar a pie a estos lugares”. Ellos nos recogieron en la portería, nos pasaron a buscar en su camioneta (de grandes proporciones también). Y nos llevaron hasta la casa.
Denio, el menor de los tres hermanos, dormía en el sofá blanco de la sala tapado con una cobija. Me instalé en una silla. Al rato, Denio subió al segundo piso. Pude verlo. Amé su jean claro, su cuerpo fuerte, pequeño como el mío, pero fuerte.
La noche pasó, aparecieron otros invitados, y el chico, Denio, tardó en bajar. Se había cambiado. Amé sus zapatos negros, sus medias que me dejaban ver sus tobillos, su suéter entre verde oscuro y café, como sus ojos y su piel, café. Quise no sacarle la mirada. Pero no podía. El chico irradiaba testosterona. Muy serio, de risa poco fácil. Pero bonachón. Subió a dormir temprano. ¿Cómo será tu cuarto? ¿Y tu departamento? “Mañana podemos jugar un fútbol”, le dijo al yerno antes de subir.
Todos, elegantes. El dueño de casa incluso se puso una corbata. Y yo, con la única camperita deportiva que tengo desde hace meses. Pero bueno, ellos no saben que es la única. Ellos, con zapatos. Las chicas, con vestidos. Y yo, en jean y camiseta. Con mocasines, por lo menos. Con el pelo largo y la barba de varios días. Me hago el relajado, el que no me importa la Navidad. Y así es. Ahora bien, una cosa es que no me importe la Navidad y otra ser el menos elegante de la reunión.
En medio del estrés, le escribí a Laitan, un amigo en Buenos Aires. Le conté la situación, le describí todo, le dije que el chico me encantaba. Me dijo que disfrutara del joven Tadzio. Denio tiene 25. Yo, 30. Laitan dijo que esa fantasía sería mi regalo de Navidad. “Quisiera al joven directamente, y no quedarme con el deseo”.
Denio (debo repetirlo) es de esos machos que no se ríe fácil. Para mí es, en parte, una máscara por su inmadurez, por ser el menor. Pero quién sabe. Tiene la mirada de niño todavía. Está a punto de graduarse de ingeniería civil (como algunos de los otros “normales” -o sea, no artistas- en los que me he fijado).
En un momento, su padre lo abrazó. Se demostraban cariño, como varones. Lo abrazó mientas él se estiraba. Algo rápido, espontáneo. “Quisiera haber tenido este entorno -pienso-, quisiera haber tenido un padre, tal vez”.
Esa noche, cuando los otros invitados se iban, pregunté si nos podrían llevar a Bogotá a mi primo y a mí. Pero no, dijeron que vivían en La Calera también. “Están atrapados”, se burló Laisa. Sonreí. Todos habían escuchado que yo me quería ir.
Mi primo y yo tuvimos que dormir en el estudio, en sillones. Fantaseé. Imaginé a Denio (a Tadzio) durmiendo, imaginé su entrepierna con él en posición fetal, su vello púbico. Y puteaba a mi primo. Porque roncaba y no me dejaba dormir y porque me tenía ahí tirado en un sofá, en un estudio donde se metía la luz del amanecer.
Al día siguiente, el 25, tomamos sol. Todos. Él (Tadzio) se tiró en el pasto. Ah, la suerte: quedó al frente de mí, en mi campo visual. Se puso boca abajo. Vi su bóxer negro, vi cómo se elevaba su cuerpo en la parte de abajo de la espalda, pude espiar adentro de su jean negro también. Cada mucho tiempo, le echaba una mirada, como un destello. “Podemos jugar un tenisito”, le dijo a mi primo.
“Quiero dormir al lado tuyo, y hacerte las compras, y decirte cuánto me gusta estar con vos, pero me siguen obligando a hacer estupideces”, recuerdo el monólogo de Sarah Kane. “Lo voy a leer en voz alta cuando llegue a casa”, me dije. “Lo leeré como otras veces, pero se lo dedicaré ya no al irlandés que tanto amé, si no al nuevo joven Tadzio”. Y se movía en el pasto. Serio, callado, grosero. “Espero que nadie sospeche, mi lindo Tadzio, que tú no sospeches”.
En la tarde, la madre debía llevar a los chicos a Bogotá. Nos acercarían a mi primo y a mí. Todo el viaje, al lado de él, al lado de Tadzio. “Quiero dormir al lado tuyo”. Y en una que otra curva, él caía encima mío. Y a mí no me importaba, como si nada, pero sí, por dentro yo saltaba feliz de tenerlo al lado, de que terminara el paseo también, pero de terminarlo con esa cercanía casual.
Me dejaron en una avenida cerca de casa, bajé de la camioneta y ellos siguieron andando, saludé a lo lejos a una de sus hermanas, y luego lo vi a él, que me miraba y me sonreía (“¡me está sonriendo!”), vi sus ojos marrones mirándome a la luz del sol.
Al final, uno más para la lista de enamoramientos fugaces, de amores imposibles. Ya no me duelen tanto. O ahora disfruto más ese dolor, esa neurosis: reconozco el patrón. Llego a casa, recuerdo el mensaje de Laitan. Me inspiro. Abro Twitter. Y escribo: “Ganas de ser vos, eso me haces sentir. Haber cruzado tu mirada, haberte visto a los ojos fue mi regalo de Navidad”.