Ayer, después de haberlo desinstalado hace un par de semanas, volví a entrar a Instagram. Lo hice después de ver una recomendación de cómo un actor debe usar las redes sociales. ¡Para qué! Hice lo que tenía que hacer y volví a desinstalarlo. Es increíble cómo puede influenciar el estado de ánimo propio ver las poses, las vidas de los demás: mi amiga Adela en el rodaje de una película, veo las fotos de una amiga y ex profesora, también rodando una película… Y así. Algunos sé que postean con humildad. Pero otros viven en una pose eterna. Y como conozco su detrás de cámara, me produce escozor ver la puesta en escena. En Facebook, por lo menos, uno puede dejar de seguir a las personas. Pero Instagram es invasiva. Si uno lo permite, claro.
¿Y yo? Imposible no compararse, no querer un poco de la “felicidad” que algunos exhiben (claro, las personas muestran los mejores momentos de sus vidas). Imposible no envidiar un poco. No porque quiera estar en esos proyectos en particular o en esos lugares. Pero sí quisiera trabajar, viajar. Me estoy preparando.
Si me mantengo en cuidado, como lo vengo haciendo esta semana. Leyendo, escribiendo, viendo películas, estudiando, meditando, haciendo ejercicio, entonces me estoy preparando. Para qué mirar esas vidas, esas caras, toda esa felicidad, esa seguridad impostada.