Ya van tres veces en las que por diferentes motivos, cuando planeamos un encuentro con E, se trunca. El sábado pasado le cancelé yo. El jueves veníamos hablando y él desapareció, no contestó más. Y hoy… no lo sé: habíamos acordado vernos. Cuando le escribí, no le llegó el mensaje. Me despaché histérico. Le pedí que no me buscara más, que lo que hacíamos no era sano y que él nunca daba la cara cuando no podía verme, le dije que le faltaban pantalones. Le escribí que él y yo nunca tuvimos buen sexo, lo cual es cierto. Y como a sus 35 años todavía vive con sus padres, le dije: “Andá a prepararle la cena a mamá, no vaya a ser que te regañe”. Y lo bloqueé. No sé si le llegaron esos mensajes. Luego me sentí mal por darle tanta cabida al ego. Lo insulté. ¿Era necesario? Tal vez inconscientemente sabía que sólo de esta manera podía poner un punto final a esos encuentros llenos de cocaína y sexo con varios hombres.
Amanezco con odios recalcitrantes. Porque no hago lo que me gustaría: actuar y vivir de eso. Porque no tengo dinero. Y pienso que no estoy en Buenos Aires. Allá también pasé malos momentos. Lo sé. El año pasado tampoco tenía trabajo estable como actor. Este año estoy mucho más conectado con el “medio artístico”. Aquí, en esta ciudad de zombies. Pareciera que estoy programado para extrañar, para anhelar. Detesto que la dueña del departamento me haya recordado que no debo pagarle tarde el alquiler, que me hayan invitado a un baby shower y no haber ido por no tener con qué comprar un regalo. Amanezco malhumorado también porque mi madre me ha depositado dinero, pero no es la cantidad que yo esperaba. Sabía que no sería tanto, pero tampoco imaginé que fuera tan poco. La pobre no tiene de dónde sacar, y yo le pido y le pido. Soy un mantenido. No vivo con mi madre, porque ella está en la costa. Pero sigo dependiendo de mi familia, igual que E.
Últimamente duermo un promedio de once horas diarias. Y me quedo aquí encerrado. Hace mucho no salgo. Hace un tiempo esto era lo que más quería: no salir, no tener contacto con esta Bogotá. Pero al mismo tiempo, extraño la noche, las drogas. Supuestamente quiero liberarme de todo eso, pero en el fondo me muero por dar una vuelta. El viernes pasé todo el día con el celular apagado: no quería que me invitaran a ningún plan. Ando sin ánimos. Odio a diferentes amistades, a conocidos. Hablo en voz alta. Como si ellos tuvieran la culpa de mi malestar. Odio a los que no responden mis mensajes, odio a los que responden tarde. Odio que no me busquen. Pero si me buscasen, odiaría decir que no. Porque me encantaría salir. Andar por ahí, comer afuera, tomar algún trago, olerme unos pases, irme a una disco gay a buscar un macho que me calme la fiebre de amor.
Pero tengo que agradecer, me digo. Llamo a mi madre, le digo que me ha sentado bien la cantidad que depositó en mi cuenta. La fortuna es suficiente para pedir una pizza, tomar una cerveza. Me visto, me alisto para ir al supermercado. No me he bañado hace dos días, no me he cortado el pelo. Agradezco haber tomado la decisión de no involucrarme más con E. Algo hay de cierto en lo que le dije: no es una relación sana. Cuando hablaba con él sentía culpa incluso antes de verlo, antes de enloquecer. Entonces, para qué exponerme al dolor, para qué encerrarme aquí, a tener sexo, drogado… Y luego quedarme también encerrado, deprimido. Por hoy, aunque muera de ganas, digo no.