Así las cosas, fue una recaída a medias. O eso me quiero decir. Esnifé cocaína, pero no tuve sexo. El lunes, como ya lo narré en el post anterior, estuve sin voz. Pero como no tuve sexo, me digo, entonces no fue una falta completa. ¡Boludeces! Si hubiera podido, me hubiera entregado. Si no hubo sexo, fue porque no se dio, porque no tuve dinero y fue muy tarde cuando quise darme cuenta de que no había llegado a él. Qué va. Soy adicto y todo me lleva a todo.
El domingo en la mañana, cuando nos sacaron del after, vine para casa con Áspora y otra amiga, e invité a un chico que había conocido esa misma noche con la esperanza de llegar a la instancia del sexo sólo con él. Pero no pasó. Cuando mis amigas se fueron, y él se quedó, él quiso llamar a otras dos amigas suyas. Yo accedí, no sin nervios: era consciente del riesgo que eso implicaba. A medida que pasaba la fiesta, la esperanza de llegar a instancias con el hombre disminuía a pasos agigantados: era evidentemente heterosexual.
Morocho, de cara fea, pero con ese cuerpo fibroso ligeramente velludo, relajado, masculino. A veces asumo que todo el mundo nota que soy homosexual, que ciertos hombres notan que les hablo con animosidad porque los deseo.

El viernes fui por fin a entregar unos libros en la biblioteca. Libros que no leí, porque no les dediqué el tiempo. Cuando se los entregué a la bibliotecaria, ella miró uno con atención: había restos de esa sustancia blanca. Ella, por supuesto, no sugirió (y tal vez no imaginó) que eran restos de cocaína. Lo usé con placer morboso, como un fetiche, para oler en la última fiesta. “Está sucio de… harina. Yo lo limpio”. “Gracias”, le dije.