Vienen de un canal de deportes a hacerme una entrevista para que hable de mi amiga Adela: le hicieron un reportaje y quieren escuchar qué dicen sus amigos. Vienen a mi casa, un periodista y un camarógrafo, me hacen preguntas, me graban. Yo encuentro en el periodista esa serenidad, esa seriedad que enamora. En su trabajo, cubre más que todo deportes. Tiene una barba de pocos días, luce tranquilo. Y yo encuentro mi amabilidad, mi carisma, despreciable. Él, tan hombre. Son todas suposiciones basadas quién sabe en qué miedo, en el miedo a lo masculino tal vez, por la ausencia de mi padre. Estoy al frente de él, hablándole de mi vida, haciéndole también preguntas, algo me dice que es paisa (de la región antioqueña), yo me toco los ojos con frecuencia, intento decirle que estoy somnoliento, pero luego dudo: no debería notar que estaba durmiendo, no debería notar que no gano dinero, que no hago nada durante el día. Bueno, uno que otro proyecto tengo, pero no soy un laburante, como él, alguien que se dedica a su oficio, al periodismo deportivo. Se va y hago toda la investigación: LinkedIn, Facebook, veo sus fotos con ropa de calle (sin esa corbata, sin ese saco, sin esos jeans): le gusta el fútbol, luce tierno.
Luego le cuento la historia vía whatsapp a Laitan, un amigo en Buenos Aires. Le digo que me enamoré. Laitan me conoce, así que pregunta: ¿Estás seguro o acabas de construir un prototipo de hombre ideal en él? Y fue eso, el ideal, el deseo, lo de siempre. He viajado, he visto y he estado con hombres bellos. Pero la necesidad, la necesidad brutal me lleva a armarme una película a primera vista con el uno y con el otro. En esta película, quiero que el periodista me abrace, duerma conmigo. Me dé besos en las espalda, me deje sentir su barba. Quiero intimidad con él.