Miércoles. Visito a mi amiga Adela. Es actriz, como yo. Pero ella es famosa, reconocida. Ha protagonizado películas, telenovelas. Pero en esta temporada se le ha complicado conseguir trabajo. Tiene una vida lujosa que por ahora le costea el marido. La visito, y como siempre, tomamos vino. En medio del tedio de la tarde y ya un poco mareado por el licor, lo llamo a E (el chico que conocí hace unos meses y con el que me encierro a drogarme y a tener sexo). Por fortuna me dice que no puede verme, que tiene actividades al día siguiente y que tendrá más dinero la otra semana, así que mejor vernos después. Yo agradezco que me haya dicho que no. Sabía que esa sería su respuesta: estaba tentando al destino (¿a Dios?). Ese mismo día, llego a casa y lloro desconsolado. Me digo que estoy harto de ser un mantenido: no se acredita un giro de dinero con el que debo comprar un tiquete para viajar a la costa y ver a unas tías que han venido desde Estados Unidos a ver a mi abuelo, que tiene 95 años y sospechamos puede morir en cualquier momento. Yo no tengo los centavos necesarios para comprar el pasaje. Y a medida que pasan los días aumenta el precio. Y si no llega a tiempo el dinero, entonces no lo podré comprar. Llamo a la tía que ha sido generosa y me ha enviado los dolaritos necesarios. Pero no contesta, tampoco responde mis correos. Como si ella (o la vida) dijera: “arréglatelas” o “ten calma, espera, deja el show”. Pero lloro desconsolado, porque aquí en Bogotá no he podido conseguir trabajo, porque lo poco que he hecho no me ha generado una buena entrada económica, y mi madre tiene que hacer de tripas corazón para pagar mi alquiler. Lloro porque no puedo comprar el tiquete. Porque dependo de una persona y de otra. Tristeza, ira. Culpa también: ¿acaso no debería estar agradecido porque todo llega a mí, porque tengo todo lo que necesito? Pienso en irme a alguna discoteca, tomar un trago, ver si puedo ligar con alguien. Llamo incluso al lugar, pregunto hasta qué hora abren. Son cerca de las once y abren hasta pasadas las dos y media. Aquí en Bogotá todo lo cierran temprano para evitar (más) tragedias. Fumo un poco de hierba, me contengo. “Es gastar dinero que no tengo por estar tan solo dos o tres horas por fuera. Taxis, merca, tragos. No”. Entonces me quedo en casa. Me duermo. Y espero. Espero a que se acredite el giro y poder viajar a la costa a ver a mi madre, a mis tías. Espero que la meditación que estoy llevando a cabo funcione, que me tranquilice. Espero encontrar una manera de relajarme, de tranquilizarme. Escuché en estos días que la preocupación atrae todo lo que no queremos. Y aunque es fácil de entender con el intelecto, las preocupaciones no se van tan rápido. Tal vez deba soltar, me digo. Soltar ese deseo, esa petición tan fuerte que le hago al Universo: trabajo, dinero… Tal vez deba simplemente confiar. Let go and trust.