Ahora estoy solo en casa, cocinando. Me arrepiento a cada instante de lo que hice el fin de semana. Y entonces decido iniciar esta serie de escritos porque creo que me pueden ayudar (¿que me puedo ayudar?). Sobre todo si los publico.
No sé hasta qué punto contar, hasta qué punto pueda alguien escandalizarse. Ya escuché antes campanazos: enfermedades por andar acostándome con desconocidos. Hepatitis B, gonorrea. La vorágine empezó hace mucho. Tuve épocas de resguardo, sí, épocas en las que había creído que permanecería tranquilo para siempre. ¿Pero qué cosa es para siempre, no? Vuelvo a caer.
Volví a Colombia, de donde soy, después de vivir ocho años afuera. Vine a Bogotá creyendo que me sería más fácil encontrar trabajo.
Hace unos meses conocí a un tipo por Internet, un tipo que quería tener sexo e inhalar cocaína. Ya lo había hecho antes yo: mezclar drogas, lujuria, alcohol. De hecho, cuando empecé a barajar la idea de venir aquí, no pude aceptarlo tan fácilmente: Bogotá es tosca para mí, horrorosa. Y me perdí en una vorágine de eso: perdición. Pero ya contaré más después, de eso y de la podredumbre que lo inunda todo aquí. Aunque no es bueno repetirlo, lo sé. Pero tengo que escribirlo, documentarlo, me ayudará.
Y es que ya desde que vivía en Buenos Aires empecé a tomar “merca”, como la llaman allá, para luego entregarme al sexo fácil, desenfrenado, con uno detrás de otro. Así que, cuando conocí a este chico, llamémoslo E, cuando conocí a E, aquí en Bogotá, me pareció la oportunidad perfecta, la recaída anhelada.
Nos hemos visto tres veces. La más reciente, y espero última, fue el fin de semana pasado. No sólo vino E. Vinieron a casa cuatro hombres más. Y con los cuatro estuve. Con los cuatro y con E, claro.